Treinta y dos

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— Siéntate— me dijo ella después de llevarme a una habitación vacía. Me senté en un sofá—. No sé cómo empezar esto. Realmente no pensé tener que explicar nada.
— Lo sé. Papá y tú siempre pensaron que yo no tenía nada que ver con su relación. Como si no fuera su hijo. Como si no me hubiera dado cuenta de todas esas peleas, de todas esas veces en las que uno de ustedes se fue de la casa por horas. Como si no existiera. Como si yo no importara.
— Lou, no digas eso— dijo ella, se sentó a mi lado.
— Jamás me explicaron nada.
— No sabía cómo hacerlo— dijo ella—. Aún ahora no lo sé.
— ¿Tampoco le explicaste nada a él?

Me observó.

— Lo hice. Muchas veces— dijo mientras bajaba la mirada—. Pero nunca me escuchó. Sólo dedujo un par de cosas y... decidió confiar en que era demasiado listo. Aceptó que sus pensamientos eran la realidad y... ahí se quedó.
— ¿Qué es exactamente lo que él piensa?
— Él siempre supo que yo conocí a Richard antes que él. Pero él se casó con la madre de Madie. Estaban muy enamorados.
— ¿Tú no sentías nada por él?— pregunté.
— Era demasiado ingenua como para sospechar que mi cariño por él era otra cosa. Siempre dije que lo quería como a un hermano. Pero no. Sólo me mentía.
— Él te gustaba— dije, un poco decepcionado.
— No me juzgues aún— dijo ella—. Todavía hay más. Conocí a tu padre. Y en verdad lo quería. Por eso me casé con él. Por eso naciste tú. Por unos años, fuimos realmente una familia feliz.
— ¿Qué pasó?
— No quería mentirle— dijo ella, se notaba lo duro que era recordar todo eso—. No quería que tuviéramos secretos. Así que cuando me preguntó si en algún momento de mi vida me gustó Richard, no pude negarlo. Y ahí se quedó él. Ahí sigue. En la tarde en la que le dije que estuve a punto de detener la boda de Richard.

Lo pensé un poco.

— Desde ahí todo cambió. No, de hecho, él no cambió, siempre fue así. Sólo me demostró quién era en verdad. Empezó a odiarme. Yo trabajaba con Richard. Él decía que yo tenía un romance con él. No era cierto. La esposa de Richard había muerto y él la seguía amando tanto como cuando se casaron. Madie y tú eran muy pequeños. No quería trasferirme o dejar mi trabajo porque Richard me preocupaba. Estaba muy deprimido. Lo estuvo varios años. Intenté de todo para que tu padre comprendiera que yo estaba casada con él, no con Richard. Que lo quería a él. Pero no funcionó.

Ella se veía muy mal.

— Se llenó de amargura— dijo, conmovida—. Me alejó de él. Quise que nuestra relación funcionara. Lo deseaba. Tanto que estuve dispuesta a dejar mi empleo para dedicarme a mi casa.
— Eso hubiera sido tonto— dije—. Amas lo que haces.
— Lo sé. Pero en verdad quería que mi relación funcionara. Hasta que en algún momento me di cuenta de que... ya no había nada. Él me odiaba y nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión. Todo lo que fue un día, se esfumó. No quedó nada del hombre con el que me casé. Ya ni siquiera podía fingir que estábamos bien en público. Ya no había nada.
— ¿Por qué seguiste casada tantos años?— pregunté.
— Porque se negó a darme el divorcio. Y porque decía que yo sólo estaba esperando ser libre para correr a los brazos de Richard. Cosa que sí era cierta, pero no quería darle ese gusto.
Mientras él se alejaba de mí, Richard se acercaba. En algún momento empezamos a gustarnos. Pero siempre respetó mi matrimonio y yo respeté a la madre de Madie. No hubo ninguna sóla caricia mientras yo estaba casada.
— Papá sí es mi padre— dije.
— Por supuesto.
— Él no lo creé.
— Se inventó toda una historia— dijo mamá—. Una en donde yo arruinaba su vida para siempre. Una en donde él era el bueno. La víctima. Donde yo me casé por despecho. En donde tú eres hijo de alguien más. No pude convencerlo de que nada es así.
— Lo entiendo— dije—. Pero creo que yo merecía saber esto. Nunca nadie dijo nada.
— Siempre pensé que no quería arrastrarte en mis problemas. Pensé que como él parecía ignorarte no te haría daño. Quería que tú crecieras ajeno a todo esto. Pensé que... así había sido.
— ¿Cómo ibas a saber eso?— dije enojado—, ¡Nunca estabas en casa! Papá estaba ahí. Odiándome. Siempre lo hizo. Yo pensé toda mi vida pensando que debía ser el peor hijo del mundo. Porque nunca fui suficiente para él. Y me esforcé para que estuviera orgulloso de mí. Para ver si algún día llegaba a reconocerme. Nunca iba a hacerlo. Porque nunca había sentido que yo era su hijo. Jamás fui nada.
— Yo— dijo ella, estaba a punto de llorar—, no sabía esto...
— Sabías que no me quería... y me dejaste con él.
— ¡Lo siento mucho!— dijo conmovida—, ¡Jamás quise que esto pasara!
— Entonces debiste decirme. Debiste estar ahí. Debiste evitar que mi vida girara alrededor de la de él.
— ¡Por favor perdóname!
— No sé... qué debo hacer ahora.

Nos observamos. Lo entendía bien. Sabía que esa mujer frente a mí, llorando, no era la culpable de nada, a excepción de ignorar lo que pasaba. Entendía a papá aunque no lo justificaba. De repente, entendí todo. Cada una de las piezas cayeron en su lugar.

— Debí decirte— dije—. Debí decirte cómo me sentía. Nunca lo hice. Tenía miedo todo el tiempo. Me limitaba a mí mismo. No quería causar problemas. Quería ser un buen hijo.
— No es tu culpa— dijo ella mientras se limpiaba sus lágrimas con un pañuelo—. Es mía. Soy una pésima madre. Te descuidé mucho. Cuando te veía, siempre parecías capaz de manejar lo que fuera. Sabías hacer cosas mejor que yo y sólo tenías cinco años. Eras tan independiente que... no parecías un niño. Debí saber que eras tan listo porque tus padres daban asco como padres. No quería ver la realidad. Ojalá pudieras perdonarme..
— No hay nada qué perdonar— dije—. Todos tenemos nuestra parte de la culpa. Unos más que otros.
— Espero no haber arruinado tu vida— me dijo.
— Estoy bien— dije—. Hay cosas que aún debo solucionar. Pero lo haré. Tranquila, la tormenta pasará pronto.

Café por la mañanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora