El poder de la palabra

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Fue una tarde de junio, lo recordaba muy bien. Tenía catorce años y practicaba órgano en su clase de música, los demás, en cambio, usaban una flauta dulce. No era que tuviera privilegios, simplemente un «problema» que no la dejaba utilizar una flauta como se debía, pero por ello se ganó el odio ilógico por parte de un compañero.

Él solía burlarse de ella constantemente, por su forma de hablar, de caminar, de practicar órgano y hasta por respirar. Ella no sabía qué hacer, hasta que un día, después de llegar cansada a su hogar y desahogarse llorando, decidió que aquellas serían las últimas lágrimas a derramar.

Al día siguiente en el patio, el chico volvió a molestarla por su apariencia, ella, harta de él, le regaló una enorme sonrisa que lo dejó sorprendido, luego le dijo: «Por lo menos yo estoy aquí por lo que valgo, no porque mi padre es el director y mi madre una profesora. Sé que llegaré lejos y tú tendrás que limpiar el suelo de mi escritorio». El chico, acostumbrado a que ella no le dijera nada, se quedó con la boca abierta y no le respondió nada.

Al año siguiente no volvió a saber de él, se marchó del colegio dejando paz en el ambiente.

Pero el tiempo cambia todo y a ella también, cuando creció y se terminó de formar bien, pocos la reconocían. Fue así que en un caluroso verano, mientras caminaba por la calle, le lanzaron un piropo. Ella se detuvo y miró fijo al chico desconcertándolo, luego le dijo: «¿No me recuerdas? Cómo cambia la vida». Él negó con la cabeza y ella sonrió para luego seguir: «Supe que no has tenido éxito en la universidad y no lograste entrar. A veces me sorprendo de mis palabras. Yo ya me titulé». Sonrió aún más y el chico continuaba mirándola sin saber qué decir. «Soy esa chica a la que no dejabas de molestar cuando teníamos catorce. Sí, esa misma», añadió al verle la cara de sorpresa. «Espero que tu vida mejore, de todo corazón. Adiós, espero no volver a verte jamás». Dio la media vuelta y, con una enorme sonrisa, continuó su camino.

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