Para no olvidar

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El hombre caminaba arrastrando los pies, con paso cansado y abatido, al igual que su rostro. Se notaba porque las arrugas estaban demasiado marcadas y lo más probable es que pasara de los setenta años, según la señora que lo miraba acercarse cada vez más. Ella ya no recordaba desde cuándo que lo veía, siempre en la misma fecha, siempre el mismo caminar, siempre el mismo pedido...

Ella era una simple florista, se ganaba la vida vendiendo todo tipo de flores para todo tipo de gente. Tenía un pequeño local junto al cementerio y siempre se jactaba, no sin buenas razones, que sus flores eran las más bellas y las que más duraban comparadas con las de otros locales.

Y era verdad...

Ella estaba bendecida y, por ende, sus flores también. Pero eso no lo sabía y no creo que alguien se lo dijera, pues no existía nadie que conociera aquel secreto...

Sólo recordaba que desde poco más de cinco años vendiendo flores, aquel señor se acercó a ella con aquel extraño pedido y, desde entonces, regresa cada año a la misma fecha...

Y cada año caminaba arrastrando los pies, con paso cansado y abatido, al igual que su rostro...

Le comentaron, una vez, que antes que le comprara a ella las flores, otra persona se las facilitaba, pero un día ya no pudo seguir vendiendo y el señor se fue donde ella, nunca le dijo por qué, no era necesario, él sólo quería su pedido.

—Buenos días —saludó con aquella voz suave y rasposa, quitándose el sombrero polvoriento y con una enorme sonrisa que dejaba ver sus encías, la edad le había quitado varios dientes.

—Buenos días, ¿cómo le va? —contestó con cortesía al ponerse de pie y estrecharle la mano tostada por el sol. Ella deducía que aquel señor trabajaba o trabajó, durante mucho tiempo expuesto al astro rey.

—Bien, bien... ¿Tiene lo mío?

—Claro que sí —dijo y señaló con la mirada el carrito que cada año le acomodaba con su mercancía. Era otra de las cosas raras, no entendía cómo aquel carro aparecía todos los años, a primera hora, de vuelta en su local—. Ahora se lo paso.

—Gracias, muchas gracias.

Y volvió a sonreír enseñando las encías donde antes tuvo cuatro paletas.

La señora lo guió hasta el carrito y él lo tomó de la manilla delantera, metiéndose entre ésta y el carro. Puso sus manos alrededor del fierro y la señora notó que sus nudillos se volvían algo blancos por la presión y creyó que él no sería capaz de levantarlo por su avanzada edad. Le observó un rato y le vio tiritar los labios, aun así el anciano pudo con el carrito y ella ahogó un grito de sorpresa.

—Sólo tengo esto como pago —suspiró y le extendió la mano, ella recibió aquello y le sonrió.

—No se preocupe, ya lo sé, y yo no necesito más de su parte. Vaya con Dios.

—Que Él te guarde y te proteja, mija.

Y así tomó el carro y avanzó, lentamente, arrastrando los pies, con paso cansado y abatido, al igual que su rostro marchito y tostado por los años, sonriendo con sus encías sin dientes, saludando a todo con quien se topaba. Nadie lo conocía, nadie lo había visto nada más que cada 21 de diciembre, nadie lo había visto haciendo otra cosa que comprar flores.

La señora observó su mano y vio el pago, otra ficha... Ya tenía ¿cuántas? No lo sabía, había perdido la cuenta, pero no le importó, a ella le bastaba ver feliz a aquel ancianito, no le importaba entregarle tal cantidad de flores por algo tan insignificante como una ficha... La dejó junto a las otras, en aquella pequeña caja de madera.

Levantó la vista y miró al horizonte, por allá, en el desierto, bien lejos y casi minúsculo, se seguía viendo la figura encorvada que arrastraba un carrito, uno que estaba adornado con rosas de tres colores diferentes:

«Amarillas —dijo—, por cada una de las mujeres. Y rojas, sí, cómo olvidarlas, por cada uno de los hombres. Y para los más pequeñitos —suspiró con melancolía—, para ellos las blancas y puras como sus almas».

Pero la señora nunca supo a qué se refería con eso, sólo sabía que cada año tenía un pedido de 3.600 rosas, repartidas en todos esos colores, y un ancianito iba por ella y se perdía más allá del desierto para entregarlas.

Nunca le preguntó que hacía con todas ellas, nunca le preguntó por qué. Sólo se quedó con todas aquellas fichas que causaron tanto dolor y muerte hace un tiempo atrás.

Nunca supo que cada rosa era un alma que luchó por una vida mejor, un alma engañada, torturada y asesinada. Un alma como ninguna otra...

Tres mil seiscientas rosas, cada año, para tres mil seiscientas almas inocentes.

Dedicado a los inocentes de Santa María de Iquique de un 21 de diciembre de 1907.

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