El sudor resbaló por su cara. Las gotas eran frías, a pesar que el ambiente no lo era, estaba cálido para ser una noche de otoño, debía ser porque apenas empezaba. Sintió su respiración, su pecho se levantaba lento pero agitado, nunca antes se había detenido a percatarse de aquello, aunque en esa circunstancia cualquier cosa era válida.
Otra vez el sudor recorría desde su cabello, corto, negro y liso, hasta perderse en su cuello.
Tenía sus ojos cerrados, estaba en un estado de completa concentración para lo que debía realizar. Se encontraba en apuros, lo sabía más que bien. Trató de pensar hace cuánto tiempo atrás que su vida había tomado ese giro, pero no logró recordar, muchas lunas llevaba sobre su espalda, las arrugas en su rostro —a pesar que eran pocas porque su «trabajo» lo mantenía una buena forma— marcaban algo de su edad, aunque ése era un dato que nadie, incluso él, no sabía.
Fuera de sus pensamientos, la noche caía pesadamente, o eso pensaban todos los presentes. Allí, en ese viejo lugar abandonado hace tanto, se encontraban algunos hombres y en el centro él, ninguno conocía al otro, todos eran enemigos, pero había algo que los unía: tenían la misión de destruirlo a él.
Inhaló lento y suavemente hasta llenar sus pulmones. Sus manos colgaban a sus costados, sus dedos hacían el movimiento para prepararlos a una batalla: se convertían en puños y volvían a su forma natural una y otra vez, su cuerpo entero se erguía y posicionaba.
El viento meció la capucha que le cubría el rostro por completo, de lejos sólo vislumbraban su nariz. Su cuerpo estaba cubierto por la misma capucha, que también se movía entera a causa de la brisa, dejando a la vista de sus enemigos el cinturón lleno de diversas armas, desde simples cuchillos hasta filosas armas, aunque nada que tuviera pólvora, nunca le agradaron ese tipo de cosas. Su pantalón era de color negro, al igual que sus botas, su camisa —que dejaba ver algo de su pecho al descubierto— y la capucha. En pocas palabras, y a la oscuridad de la noche, él pasaba como una sombra, por eso no era raro que usaran ese apodo para referirse a él.
Un rayo mató la noche en el preciso momento en que abrió sus ojos. Sus enemigos, rodeándolo, lo superaban en número por más de treinta, quizás, pero él podía con ellos, lo sabía muy bien. Fue por eso mismo que cuando sus párpados se abrieron y el viejo muelle fue iluminado por tan sólo un segundo, nadie logró comprender cómo dos de los rivales cayeron al suelo con sus cuerpos cortados a la mitad y sin siquiera tener la oportunidad de un grito.
El silencio llenó el ambiente de una forma que nadie pudo describir.
El sudor resbalaba por las caras de sus enemigos que incluso detuvieron su respiración cuando sintieron una espada moverse dentro de su estuche. Suspiraron y esperaron...
Él volvió a inhalar lento y suavemente, al igual que lo hacía en cada una de sus «batallas». No tenía problemas con la oscuridad, lograba ver a la perfección a cada uno de aquellos que tenía al frente. No tenía problemas con nada, en realidad, era el asesino perfecto... según lo que muchos decían pero que él no tomaba en cuenta en lo más mínimo.
La lluvia comenzó a mojarle el rostro con suavidad.
Y la espada cantó junto al tip tap emitido por las gotitas de agua que brotaban del cielo, uno que estaba triste.
No era necesario ver, sólo escuchar para saber que quien cantaba cortaba todo a su paso, nada le podía hacer frente. Los movimientos que él hacía eran parecidos a los de un bailarín de ballet, sólo que más pesados, pero la gracia era la misma, sus piernas se movían con tal agilidad pateando lo que se le cruzaba, que a su mano le resultaba fácil dirigir la espada a un punto donde lograba robarle la respiración casi inmediatamente a su enemigo. La costumbre, su danza de la muerte.
La lluvia empapaba su rostro, la sangre de sus oponentes lo ensuciaba. La espada entraba y salía, cortaba y cantaba a una velocidad impresionante. Las gotas de aquel líquido espeso se mezclaban con las lágrimas del cielo, pronto el piso estuvo cubierto de un material entre viscoso y áspero... sí, era áspero, porque también se había mezclado con tierra y el barro que se produjo era extraño, quizás porque no sólo era tierra, sino varios materiales diferentes usados con anterioridad en aquel muelle.
Y sucedió que el bailarín dejó de moverse y la cantante se silenció. Un rayo volvió a iluminar todo, pero él tampoco necesitaba de luz para ver lo que pasaba, era suficiente ver el centelleo de las espadas para saber lo que ocurría, era suficiente sólo respirar y sentir para conocer cada uno de los movimientos, tanto del bailarín como de sus enemigos.
Y luego, pasó...
El cuerpo del bailarín cayó junto a su espada, empapando su capucha con la extraña mezcla que cubría el suelo. Salió de su escondite y se acercó rápidamente a donde estaba su guardián, ya era libre, ya nadie había para detenerlo y matarlo, el bailarín lo había salvado, aquel que ahora yacía inmóvil a causa de una daga que le enterraron en el pecho sin que pudiera esquivarla.
Y lloró... lloró por el bailarín, empapó su rostro aún más con la tristeza que brotaba de su alma, junto con la del cielo, porque miró los ojos desorbitados e idos de su salvador y los vio tan negros como los de él, tan negros y profundos como los de su madre, y comprendió que sus vidas estaban ligadas de alguna manera y que el destino había mandado a aquel bailarín a quitarle la vida pero que al final terminó protegiéndolo y salvándolo. Vio, también, en aquellos ojos, que su guardián se formulaba un montón de preguntas en aquella su última hora...
Y luego exhaló, liberando todo el peso de la batalla...
Y entonces se preguntó: ¿qué hacía allí? ¿Acaso no tenía nada más que hacer que derramar sangre? No, no lo había, eso era lo que sabía hacer desde que recordaba, eso era su trabajo, con eso se ganaba la vida, por eso no le importó que todo ese espeso líquido cubriera el piso del viejo muelle abandonado, por eso tampoco le importó que él no pudiera levantarse más... aunque...
Suspiró y cerró los ojos.
Una pequeña mano tomó la de él y volvió a abrir los párpados para fijarse en la diminuta persona junto a él, un niño con la cara mojada, quizás por la lluvia que cayó sin cesar durante toda la batalla, quizás por las lágrimas. Su cabello corto colgaba liso por la frente y sus pequeños ojos negros lo miraban fijamente. Él sonrió, su misión estaba completa, el niño a quien protegía —y al que al principio debía matar porque en el futuro sería un problema para quien lo contrató— se encontraba a su lado sin un rasguño. Le acarició la mejilla y luego su mano cayó, sus ojos se cerraron para siempre.
Al final —y después de tanta sangre y lucha durante toda su vida— fue débil y no logró cumplir con su misión, pero se fue feliz, porque logró salvar a quien guiaría a las personas por un mejor camino, eso lo supo con sólo mirar los negros y vivos ojos del pequeño, por eso cerró sus ojos con una sonrisa, una que ni siquiera recordaba que poseía.
Para mi Neuronita secreta.
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Recovecos
Short StoryCuando la mente decide formar parte de la vida de las personas, aparecen muchas historias que contar, y cada una de ellas es parte de un Universo mágico que hay más allá... Recovecos es la recopilación de varios relatos que nos enseña lo que pasa po...