Frío y nieve

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Caminó lentamente y arrastrando los pies hasta llegar al lugar. Decidió ir solo, primero, y luego llevar a sus hijos. Tan sólo había pasado un año y el peso de todo aquello aún era demasiado sobre sus hombros... y la soledad que tenía en su corazón tampoco ayudaba.

De pronto su lento caminar se hizo aún más pesado, fue cuando notó que la nieve se acumulaba en los zapatos al no levantarlos. Suspiró y el vaho salió de sus labios cubriendo su visual como si hubiera neblina. No le importó, ya había llegado a su destino. Bajó la vista y leyó la inscripción... Una solitaria lágrima rodó por su mejilla al leer el nombre, la limpió con su mano y sintió su nariz helada, su rostro helado y sus dedos helados... Realmente hacía bastante frío... Y su corazón no lo ayudaba...

Lo habían dejado... abandonado... tirado cual perro callejero... Quizás con eso último exageraba, pero así se sentía. Él siempre tuvo a sus dos personas más importantes, una más que la otra, y de un momento a otro ya no las tenía... Se esfumaron, se perdieron y una no podría regresar jamás... jamás... A una la tenía al frente, tres metros bajo tierra, era su esposa. La otra estaba a varios kilómetros de distancia, era su mejor amiga...

Se arregló el abrigo para cubrir su cuello, sintió que el frío traspasaba su ropa, su cabello se meció con suavidad por el frío viento. Juntó sus manos en la boca y sopló, su aire caliente lo embargó por unos segundos y luego todo se volvió frío, como su corazón, como sus lágrimas al chocar contra la nieve, como la lápida frente a él...

Metió las manos a los bolsillos, giró sobre sus talones y desapareció. Volvería al otro día con sus hijos.

Dos años ya y todo seguía igual. Nuevamente llegó arrastrando sus pies, cubriéndose del frío con aquel abrigo y soplando las manos de vez en cuando. Lo único diferente eran sus sentimientos. Ya no lloraba, más bien ya no lloraba tanto, frente a la lápida, su corazón ya emanaba un poco más de calor, en gran parte debido a sus hijos, debía ser fuerte para ellos que sufrían la pérdida de su madre. Pero, más que nada, su corazón estaba guardando espacio para el odio, sí, ese sentimiento tan feo que tienen los humanos, un odio tan grande hacia una persona que quiso tanto: él estaba ensimismado en odiar a su amiga... ella no llegó cuando más la necesitaba... ella no merecía nada de él.

Sopló sus manos para irradiar calor y arregló el cuello de su abrigo, Londres seguía siendo demasiado frío en invierno y la soledad seguía acompañándolo... Metió las manos en los bolsillos y desapareció hasta el día siguiente, cuando llegó con sus hijos.

El frío viento ya no se colaba tanto por sus ropas como en los anteriores dos años. Ahora llevaba un sweater con cuello que lo abrigaba bastante, además del abrigo que usualmente se ponía. Tampoco la nieve se acumulaba en los pies, ya no los arrastraba. Las lágrimas eran menos, casi inexistentes, y hasta creyó ver que el nombre en la lápida brillaba...

Llevó sus manos a la boca, por la costumbre que tenía, desde hace tres años ya, de soplarlas para darse calor. Pero una vez que tocaron sus labios recordó que tenía guantes y no era necesario soplar nada. Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.

La calidez de su corazón había aparecido casi por completo. Ella había regresado y le tejió un sweater y le regaló unos guantes, no quería que enfermara por andar en la nieve fría. Además lo hacía sonreír y divertía a sus hijos.

—Ya no la odio —le dijo a la lápida—. Tampoco creo que pudiera hacerlo... pero me sentía tan... tan...

Y se quedó en silencio. El viento silbó con fuerza y cerró los ojos, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas y se perdieron en el cuello del sweater...

—¿Ahora es al revés? A ti te cuento lo que me pasa y a ella la beso antes de dormir.

Sonrió de nuevo antes de meter las manos en los bolsillos, girar y desaparecer hasta el día siguiente, para llegar con sus hijos.

Le acomodó el abrigo para que la bufanda le cubriera más el cuello, alegando que si no lo hacía enfermaría de las amígdalas. Él simplemente rodó los ojos y se dejó. Ella aprovechó y le quitó un poco de la suave nieve que se le había acumulado en los hombros y el cabello, una que caída lentamente mientras él conversaba con la persona a quien iba a ver año tras año.

La miró de reojo cuando ella se paró a su lado, llevaba un gorro de lana, sweater y guantes, todo tejido por ella, igual que lo que él tenía puesto. Ahora el viento ya no le calaba hasta los huesos. Lo abrazó por la cintura y él dejó su mano sobre el hombro de ella.

—Te extrañé... —susurró apretándola con fuerza a su cuerpo—. Debiste volver cuando te enteraste que había partido.

Pero ella no le dijo nada, sólo enterró la cara en el cuello de él y se quedó tranquila. Él tampoco insistió, sabía que no levantaría el rostro, sabía que no lo miraría, no mientras lloraba... Ya habían hablado sobre el tema, pero él no podía dejar de reprochárselo... a pesar que ella terminara llorando.

—Pero estoy aquí ahora, ¿no? —preguntó al levantarse un poco y secarse las lágrimas—. ¿Eso no cuenta?

Él le sonrió de medio lado y ella le besó la mejilla. Lo hubiera besado en los labios pero jamás se atrevería a hacerlo frente a la lápida, no quería ofender a quien reposaba allí, no quería que ella se sintiera mal.

—Estás helado y tu nariz está roja, te pareces a Rudolph el reno —sonrió y le puso un gorro de lana para darle más abrigo—. Nunca había notado lo lindo que tienes los ojos...

—Son más lindos los tuyos.

Le besó la frente, la tomó de la cintura y dieron media vuelta para marcharse, aunque volverían al otro día, igual como lo hacía desde cuatro años atrás, con sus hijos, quienes, al igual que él, habían apartado la nieve de sus corazones y apaciguado el frío con ropa de lana tejida con amor y cariño por una persona a quien, en un tiempo, sólo pensaba en odiar y alejar...

Hace cuatro años había perdido a las dos personas más importantes que tenía, lo abandonaron... cual perro callejero... Quizás eso último no tanto... Pero en realidad nunca las perdió, sólo que su corazón se llenó de frialdad y de nieve, al igual que el cementerio de Londres, y no fue capaz de ver que ellas nunca lo dejaron, que siempre estuvieron y estarán junto a él. Porque, para ellas, él siempre fue, es y será, una de sus razones para sonreír.

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