Capítulo 2. El gato

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Pasaron las semanas desde el encuentro de Claudia y Maite, en muy poco tiempo se habían hecho inseparables, cuando no estaban juntas estaban hablando por teléfono, comentándose hasta la cosa más insignificante del mundo. 

Nicolás comenzó a hartarse de la nueva amistad que había hecho su mamá, pues él tenía que hacerse cargo de su hermana menor cuando su madre se iba a tomar un café a la casa de Maite. Quizás hasta sentía un poco de envidia por su madre, pues a él no le resultó nada fácil hacer amistad con los nuevos vecinos.

Es más ni siquiera lo intentó. Su mamá siempre le decía cosas como: “deberías ir un día conmigo a casa de Maite, seguro te llevaras muy bien con su hijo Edgar” “Edgar es muy simpático y muy buen muchacho, me gustaría que te juntaras con él”… Edgar esto, Edgar lo otro… Odiaba tanto escuchar ese nombre. Su madre siempre le hablaba de él y gracias a eso sabía que Edgar era un año menor que él, que sacaba muy buenas calificaciones y no daba problemas. El hijo perfecto.

Jamás volvió a cruzar palabras con ese muchacho desde aquella vez que fue obligado por su madre a ir a esa casa. Y no era que no le hablara por no tener interés, era todo lo contrario, sus ganas de hablar con Edgar eran tan grandes que tenía miedo de arruinarlo todo.

Nicolás tenía la gran suerte de que justo la ventada de su habitación diera con la entrada de la casa vecina. Podía ver con total comodidad quién entraba y salía de ahí. En ocasiones volteaba por “pura casualidad” y se encontraba con Edgar.

Nada más al verlo volvía a sentir esa patada en el estómago y su mente se tomaba un gran descanso, mirar a Edgar era darle un respiro a su alma. Su cerebro había memorizado los horarios en los que Edgar salía de esa casa y justamente a esa misma hora Nicolás esperaba en la ventana.

Mirarlo haciendo cosas tan cotidianas como sacar la basura o ir a la escuela era lo mejor que le podía pasar a Nicolás, no podía evitar quedarse ahí, parado frente a la ventana hasta que aquel chico desaparecía completamente de su vista.

Odiaba tanto no poder comprender por qué tenía la enfermiza necesidad de verlo cada que fuera posible, no entendía por qué lo hacía sentir así, lo único que entendía era que verlo le brindaba una gran sensación de bienestar a la que se hizo adicto.

Comenzó con mirarlo “sin querer” por la ventana de su habitación y terminó a salir de su casa en esos horarios “sin querer” sólo para encontrárselo “casualmente”. Cuando esto sucedía Edgar sólo lo miraba con una sonrisita y lo saludaba con un simple “buenos días”, “buenas tardes” o “buenas noches” despendiendo la hora.

Lo saludaba por educación, eso Nicolás lo tenía claro, pero la manera en la que lo hacía era diferente, lo decía en un tono chistoso y con esa sonrisita que le despertaba mil cosas. Jamás entendió por qué Edgar lo saludaba de tal forma, cualquiera lo tomaría como una falta de respeto, sin embargo Edgar lo hacía cada que tenía la oportunidad y solamente con Nicolás.

Somos casi de la misma edad, de alguna manera debe de sentirse en confianza conmigo y por eso me saluda así. — Pensaba Nicolás sintiéndose infinitamente alagado.

Las semanas se convirtieron en meses y la relación entre Edgar y Nicolás seguía sin avanzar. Edgar lo tenía presente como “el hijo raro de la amiga de mi mamá” y Nicolás lo tenía presente como “el chico que me llama la atención y nunca nadie lo sabrá”.

Un viernes después de un tedioso día de clases Nicolás se encontraba echado en el sillón de la sala de su casa mientras leía el mensaje de un amigo suyo por su celular y a la vez escuchaba como su mamá le contaba entusiasmada las conversaciones que había tenido con Maite.

Vaso rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora