Capítulo IX

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ALFRED:

Después de varios días versionando la mayoría de tus canciones favoritas, y tengo que reconocerte tu buen gusto musical, tenemos que dejarlo de lado. No creo, en ninguno de los casos, que dar vueltas sobre temas conocidos sea una pérdida de tiempo como tal, pero el correo electrónico de Manuel que me llega el día anterior es claro: quiere algo y lo quiere ya. Y sé que esta vez no van a valer mis trucos. En esta ocasión tenemos que presentarle algo a la mayor brevedad posible. Mañana vienen a visitarnos y lo único que tenemos son trazos de melodía y poco más. Decido que salgamos a pasar un día fuera del estudio, tú y yo solos. Espero que no nos matemos por el camino y sepamos mantener nuestro humor de perros a raya.

—¿Desde cuándo pensabas sacarme a pasear?

—Desde que mañana tenemos visita —digo sin apartar la vista del pequeño camino de tierra que sirve como lugar de paso del ganado de los vecinos—. Y esta vez va totalmente en serio.

Te lo había contado un par de días después de volver de Madrid. El resultado de la reunión había sido un desastre. Solo puse encima de la mesa que me habían apretado las tuercas hasta niveles insospechados. Tú no tenías por qué de que había sacado la cara ante los jefes para defender la impuntualidad a la hora de presentar el trabajo. Digamos que los dos teníamos muchas cosas que hacer.

—¿Esperan algo, verdad? —asentí con la cabeza reduciendo gradualmente la velocidad del coche—. No creo que les baste con ese par de melodías cutres que tenemos.

Los últimos días me han dejado ver esa madera que parecías tener escondida cuando llegaste aquí hace ya casi un mes. No tocas el piano, yo lo hago por ti. De ese tema ya me ocuparé más adelante. Digamos que voy a trabajar duro en que recuperes tu verdadera pasión y espero que no te mueras del susto cuando tengas que sentarte delante de él, sé que podrás hacerlo. Quiero creer en ello. Además, has empezado a soltar frases que no tienen mucho sentido al unirlas, pero que podrán sernos valiosas de cara al futuro. Estoy seguro de que estás más cerca de salir del bloqueo de lo que tú quieres creer.

Por fin, después de casi tres horas montados en el coche, llegamos al lugar. Siempre me ha gustado. Me da mucha tranquilidad. Volveremos al atardecer. Apenas son las nueve de la mañana cuando llegamos. Y la primera sorpresa te la encuentras al bajar del coche, antes incluso de poner los dos pies en tierra.

—Oh, joder, no me lo puede creer. ¡Eran mis zapatos nuevos!

—¿Qué pasa ahora? —digo mientras paso por delante del motor y veo tu estampa.

Has entrado con buen pie en el mundo rural porque la cagada de vaca que has pisado es, como diría el vecino, un síntoma de suerte. Trato de contener la risa, incluso me vuelvo para que no me veas carcajearme, pero me es imposible no hacerlo cuando te veo tratando de levantar el pie y no sabiendo dónde posarlo. Tu cara es de asco total, y mira que te avisé para que te trajeras zapatillas deportivas. Pero no. Tú siempre me tienes que llevar la contraria. Estoy a punto de caerme al suelo de la risa no solo por tus gestos, sino por tus movimientos tratando de desprenderte de semejante regalo pegado en la suela del zapato. Noto tu gesto de enfado cuando te detienes en tu tarea, pero ya es demasiado tarde para que yo deje de reírme.

—Joder, Alfred —y comienzas a acercarte a mí después de haber despegado gran parte de la sustancia de la suela—. ¿Puedes dejar de hacer bromas?

—No, tendría que haber traído la cámara de vídeo —te respondo mientras se me saltan las lágrimas en mi ataque de risa incontrolado.

—Quiero volver a casa, no pienso tener todo el día el zapato anegado de mierda. ¡Deja de reírte, no tiene ni puta gracia! —y tu enfado va creciendo cada vez más por momentos—. ¿No tienes bastante con torturarme delante del piano? Déjalo, volveré a casa andando.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora