Capítulo XXIX

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ALFRED:

Noto ese cosquilleo en las puntas de mis dedos que se aferran con fuerza al volante del coche desde que he salido de mi casa en Barcelona. Es el paso previo, quizás el primero, de la antesala de la tormenta. Lo noto, lo presiento demasiado cerca. Estoy conduciendo de una manera temeraria, tratando de escapar de algo o de alguien que nunca ha dejado de perseguirme, de manera real y figurada. Me siento preso de una nube de sensaciones que ya no soy capaz de controlar. La situación me ha superado por completo. Y el problema no es lo que pueda pasar conmigo, sino como voy a actuar con las personas que están a mi alrededor.

Noto cada vez más opresión en el pecho, otra señal funesta. La vista se me cansa, me atrevería a decir hasta que se me nubla. Me paso varias veces la mano indistintamente por cada uno de mis ojos. Me pican. Trato de aguantar las lágrimas, que ya salen a raudales, no lo consigo. Otro fracaso más en el sótano de mi ineficacia para controlar mi propia vida. Me sigo aferrando al volante, con fuerza, con rabia. Y caigo en la cuenta. Tengo que parar antes de volver al estudio. No me pueden ver llegar así. Así que me detengo de manera más que abrupta en la estación de servicio del pueblo. El aparcamiento está totalmente vacío. Y doy gracias porque nadie se acerque a mi coche.

Dejo caer todo mi peso sobre el asiento. Trato de relajarme. Respiro rápidamente en varias ocasiones y eso solo consigue que me ponga más nervioso. Cierro los ojos. Golpeo con una fuerza extraña el volante, varias veces. Con la misma saña, rabia, y todo lo que lleva escondido dentro de mí en estos años. Ahora se pelea con su muro para romperlo y salir, pero yo quiero echar otra capa de cemento armado que me permita controlar la situación. Siento que estoy fracasando de manera estrepitosa. Todo lo que he construido en estos años, está a punto de reventar. Lo noto.

Procedo a desabrocharme el cinturón. Aunque no me siento con fuerzas para pisar fuera del coche. Estoy abrumado por todo lo que ha sucedido. Miro por el espejo retrovisor y compruebo que, mis sospechas, son totalmente ciertas. Ese fotógrafo me ha seguido, está parado a una distancia prudencial. Pero yo no me saco sus preguntas de la cabeza. Vuelvo a cerrar los ojos, me acomodo en la sensación de anonimato que la noche me regala en esa estación de servicio. Pero eso no hace que me calme. Busco en el bolsillo de mi chaqueta. Encuentro lo que buscaba ahogadamente. Un cigarro que enciendo con rapidez y sé que ya estoy perdido. Después de ese vendrán muchos más. Podría fumarme toda la cajetilla sin problemas. Y eso que yo pensaba que era un vicio controlado. Sí, por los cojones.

Mi tiempo se consume de manera inversamente proporcional al humo de las colillas que ya se agolpan en el cenicero que tendré que vaciar antes de volver a casa. Algo para lo que, inevitablemente, tampoco estoy preparado. Allí me conocen. Y saben lo que hay. Y pueden hacer preguntas. Y yo no tengo respuestas. Y así, entro en el bucle infinito que lleva consumiendo mi vida durante los últimos cinco años.

Tras apagar la última colilla, el cenicero rebosa. Me bajo a vaciarlo, con la capucha puesta y con la cabeza totalmente agachada, tratando de evitar que capte una imagen de mi cara que después le permita jactarse de que todavía sigo enamorado de mi ex, como llevan insinuando todos estos años. Solo porque ella ha rehecho su vida y yo sigo aquí. Su teleobjetivo le delata. Me busca pero no me encuentra y sonrío satisfecho cuando noto su gesto de incomodidad al no haber obtenido las imágenes que buscaba. Que te den por culo, carroñero, pienso en mi mente.

Sé que de algún modo, no puedo ocultarlo todo. Pero necesito que esto se quede para mí. Y para los míos, aunque con ellos solo compartiré lo que yo quiera. Y esto creo que lo omitiré. Bastantes sustos les he dado en estos años. No puedo seguir dependiendo de algo, o de alguien toda mi vida. Necesito volar libre. Pero todavía no tengo las armas necesarias, o no sé usarlas de manera adecuada. No estoy seguro de nada de lo que hago, digo o pienso. Mal augurio.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora