Capítulo LIX

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ALFRED:

Mis manos resbalan nerviosas sobre los botones de la camisa mientras me preparo para salir a cenar. Va a ser esta noche, no hay vuelta atrás. Es nuestro último día de vacaciones y no puedo hacerte esta petición cuando regrese a casa, y que se convierta en algo banal. No, tiene que ser un lugar importante para los dos y, a poder ser, que lo recordemos todo el tiempo que sea posible.

Respiro, o al menos trato de hacerlo como mi terapeuta me pide cuando sabe que estoy cerca de perder el control, aunque eso cada vez ocurre con menos frecuencia. Inspiro y suelto el aire lentamente, casi a la par que continúo abotonándome los botones. Uno detrás de otro, al ritmo que marca mi respiración.

Amaia me dice, casi a gritos, que ya está lista y que si me queda mucho. Sonrío. La paciencia no es uno de sus fuertes, pero no pasa nada, los dos hemos aprendido a adaptarnos a los ritmos vitales del otro. Y no nos ha salido nada mal la jugada, pero esta noche estoy muy asustado. Es una pregunta muy importante la que te voy a hacer. Quizá la más importante que le he hecho a nadie en estos años de mi vida.

—No tengas prisa —digo asomando la cabeza por la puerta de la habitación—. Sabes que nunca han sido buenas consejeras.

Me mira de arriba abajo. Sin condescendencia. Con la mirada ardiendo, puedo notar cómo me traspasa sin muchos pudores. Y después se muerde el labio de esa manera tan suya. Deberías dejar de hacer esas cosas, o no vamos a llegar a cenar. Conozco bien al dueño del restaurante, y no le gustan las esperas.

—Creo que esta va a ser una noche muy especial para nosotros.

Ella me mira de reojo, mientras agacha la cabeza y sonríe de oreja a oreja como una niña pequeña a la par que balancea nuestras manos en el aire. Hoy estás radiante, espectacular. Y me gustas todavía más, si es que eso es posible. Me gustas cuando estás con tu pijama viejo por casa, cuando te vistes de manera totalmente informal, me gustas de todas las maneras que te puedas imaginar. Pero hoy, me gustas de sobremanera.

Aunque, mi nerviosismo no puede dejar de hacer acto de presencia cuando pienso en la posibilidad de que me digas que no. Sé que me estoy creando unas expectativas que pueden venirse abajo con solo una palabra. Pero confío en que esta vez no me esté equivocando. Sé que tú también estás nerviosa.

—¿Estás nerviosa?

A veces, no me hace falta que me respondas a esta clase de preguntas. Me basta solo con mirarte a los ojos para saber que estás hecha un verdadero flan. No eres tan ciega como para no haberte dado cuenta en estas dos semanas, de que todavía no estaba preparado para contarte eso que tú querías saber y yo no estaba preparado para hacerte saber, pero esta noche tiene que ser una realidad. Lo tengo que soltar antes de volver a casa. O no lo haré nunca.

—Un poco —dices en medio de un susurro mientras te sujeto la puerta del restaurante—. Pero supongo que no puede ser nada malo, ¿verdad?

En realidad, no sé si es bueno o malo para ti. Porque es una idea que he madurado el suficiente tiempo. Y necesito que sea una realidad, aunque tardemos un tiempo en formalizarla. Estoy seguro de que deseo hacer la pregunta, pero me asusta que salgas corriendo cuando salga de mi boca. Joder, debí haber pedido consejo antes de preparar esta cena exclusivamente para ti. Necesito recompensarte de algún modo.

Aprieto ambas manos sobre el mantel, entrelazándolas con las tuyas. Estoy sumamente nervioso y solo con tu tacto, eres capaz de aportarme una paz que miles de preguntas absurdas me roban de manera continuada. Estoy, por qué mentir, un poco asustado con todo lo que puede salir de un no en tu boca. Y estoy preocupado. Me da mucho miedo precipitarme. No quiero demasiados sobresaltos. Y menos, tener que pensar en que todo pudiera terminar de manera abrupta. Pero tú vuelves a sonreír.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora