Capítulo XIV

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AMAIA:

Tu cara y la mía a la hora del desayuno son todo un poema. No creo que hayamos dormido más de cuatro horas. Cuando me metí en la cama estaban a punto de dar las cinco de la mañana. Fue, probablemente, la noche más importante de mis últimos cinco años de vida. Y, puedo confesar, que incluso tuvo un ambiente que a mí me resultó demasiado erótico. No podía quitarme de la cabeza la sensación del roce de tus manos y tus piernas sobre mí. ¿Eras realmente tan encantador como te habías mostrado entonces?

Gabriela tenía un buen cabreo encima después del numerito que montamos ayer por la noche. Aunque había desconectado de su sermón casi al minuto de empezar. No pude evitar mirar a Rodrigo que puso los ojos en blanco y me sonrió mientras ella continuaba mirando fijamente a Alfred y echándole la misma bronca que mi madre a mí cuando hacía algo mal.

—Y por supuesto, a ti también tengo algo que decirte, señorita —y su dedo acusador se volvió hacia mis ojos que asomaban por el borde de la taza—. ¡Vaya espectáculo! Qué vergüenza pasé ayer. Ni siquiera mis hijos me hicieron pasar tanta vergüenza cuando eran niños pequeños.

—Lo siento —dije totalmente avergonzada por el rapapolvo que me estaba cayendo encima.

Pero no tardo mucho en volver a perder el hilo mientras nos miramos fijamente. No sé qué pasó anoche, bueno, en realidad lo sé perfectamente. Y tú también. Pero no hemos hablado más allá de los buenos días que me has dado en el pasillo cuando salía de mi habitación. Cuando entro en el estudio, estoy nerviosa. Suspiro y me siento delante del boli y el papel. Tengo ideas nuevas, renovadas. Y necesito compartirlas. Me quedo a pocos pasos del piano. No soy capaz de sentarme delante de él, a menos que tú me guíes. Y eso me asusta, porque de alguna manera nos estamos volviendo dependientes el uno del otro. Yo para hacer música y tú para hacer tu trabajo... ¡En que lío me he metido y todo por no tener freno!

—¿No quieres sentarte?

Tu voz me asusta, tanto que siento como doy un respingo y me choco contigo y con tu sonrisa de oreja a oreja. Me encanta que sonrías, porque se te ponen los ojos tan achinados que creo que no ves nada en absoluto. Pero no me gusta lo que me generas, quizá porque hasta ayer nadie había sido capaz de ponerme la piel de gallina solo con mirarme. O es que había pasado demasiado tiempo desde la última vez que alguien lo había conseguido.

—No puedo —digo con un hilo de voz que escuchas a la primera.

—Ayer pudiste.

—Ayer pasaron muchas cosas.

Ayer, claro que pasaron muchas cosas, tantas que en mi mente no dejan de agolparse sensaciones contradictorias para mí. Con lo fácil que sería echar un polvo, un aquí te pillo y aquí te mato, y ya está. Pero no. Contigo todo tiene que ser tan complicado... Sé que lo de ayer por la noche fue un paso importante, aunque no sé dónde me llevará. Y soltarme y ver dónde caigo no es una buena opción porque la hostia que me voy a dar va a ser de proporciones épicas. ¿No me va a dejar tranquila si no salgo de aquí sentada en una banqueta con un piano delante o qué? Un bostezo me aprisiona en un tiempo que se me hace eterno.

—Vamos a cambiar los horarios —me sueltas de sopetón—. Tenemos que adaptarnos a lo que la situación pide.

¿Y me puedes explicar, cielete, qué pide exactamente la situación? Porque yo creo que, con el torbellino que causas dentro de mí, me pide salir corriendo en cuánto pueda de aquí. Y sé bien que no lo voy a hacer, porque basta con que me mires con esos ojos bien abiertos y tengas una simple sonrisa, para que pasen dos cosas: una que me bailen las ideas más que nunca en años y otra es que pienso que de tantas duchas, voy a hacer planear una sequía importante en la comarca.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora