Capítulo LIII

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ALFRED:

Amaia me mira con una más que evidente impaciencia mientras resopla varias veces y niega con la cabeza mirándome fijamente. Sé que estás muy cansada, llevamos aquí sentados toda la mañana, esperando a que la cabeza de Aitana ponga en orden unas ideas que cada vez parecen más dispersas y sin ningún sentido en esa melodía simplona con la guitarra. Luego no quiere que la diga que está desperdiciando su talento...

—Deberías dejar de pegar esos bufidos —sonreí jugueteando con sus mechones rebeldes—. O ella se va a poner más nerviosa y nunca vamos a terminar esta odisea.

—Ya veo que no soy la única que se ha dado cuenta de que llevamos perdiendo el tiempo toda la mañana...

Por supuesto. Estaba de acuerdo contigo, pero creo que el hecho de que tu amiga no comulgue contigo en el tema personal, está pasando a ser algo más profesional. De las últimas cinco ideas que te ha puesto encima de la mesa, lo más suave que ha salido por tu boca es que eso podría vomitarlo tu gato y hacerlo mejor. Y mira que yo podía ser borde, duro, descarado y todo lo que quieras, pero creo que no le haría eso a una amiga.

—Pase lo que pase entre vosotras, nunca va a dejar de ser tu amiga —dije totalmente convencido de mis palabras ante su mirada de asombro.

—¿Prefieres que siga pensando que eres un cabrón?

Era una de todo el abanico de posibilidades que tenía delante de sus ojos que nos miraban, aunque creyera que no nos habíamos dado cuenta. Siempre sé cuándo me mira, porque noto sus ojos penetrantes clavados en mí. Y no, de ningún modo quería que siguiera pensando que era un lobo con piel de cordero, pero lo tenía asumido. No iba a cambiar de opinión.

Y tú deberías aceptarlo. A mí no me había interesado nunca su opinión, me dolía más por ti que por mí, porque sabía que había estado ahí en tus peores momentos, aunque ahora todo parecía demasiado lejano en el tiempo. Pero quizás, en algún momento, pensabas que te habías equivocado de pleno con tus decisiones. Y no quería que tuvieras que pasar por eso.

—Conozco la sensación de encontrarte a ti mismo al borde del precipicio.

No eran palabras en vano. Había pasado por esta situación con mucha gente, lo que pasaba es que ninguno se había quedado en mi vida eternamente. Con todas las personas con las que me había sentido al borde de un precipicio, un día se alejaron sin más. Quizá cansadas de mis desaires, quizá pensando que era un tipo raro. Y no quería, por nada del mundo, que tuvieras que pasar por ese trago. Tú no.

—¿Qué me quieres decir? —me preguntó con cierta sorpresa.

—Que no tomes decisiones a la ligera —y tiré de su brazo hacia mí para abrazarla muy fuerte—. Yo sé bien lo que es ver cómo la gente se va de tu lado y no es muy grato.

—Si ella se va, quizás es que nunca estuvo de mi lado, ¿no crees?

Sonreí mientras mis dedos viajaban sin rumbo por tu espalda. Claro que podía creerlo, incluso quería hacerlo, pero no podía. A su manera, había estado. Pero ahora ya no. Y no puedes tomar decisiones en caliente, porque esas son las peores, créeme. Luego casi con toda seguridad, te arrepentirás de ellas toda la vida... Estoy seguro. Porque he tenido que transitar por ellas en unas cuántas ocasiones. Y te prometo que volver atrás no es camino sencillo de transitar.

—A veces los amigos creen que nos equivocamos.

Suspiró de nuevo. Sabía que estaba en una encrucijada con la que quería romper cuánto antes, pero también era sabedor de que no era nada fácil para ella tomar esa decisión que suponía tomar un partido.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora