Capítulo LI

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ALFRED:

No se había ablandado en absoluto pero, al menos, había empezado a tener toda la educación y respeto que hasta ahora había estado brillando por su ausencia. Y sentí que esa era nuestra primera victoria. Conmigo seguía siendo más seca que un cactus, pero parecía estar dispuesta a reconducir su relación con Amaia. Aunque mi novia, me había dejado claro que no pensaba volver al redil, si antes su amiga no se disculpaba conmigo, pero esto estaba lejos de suceder.

Sentí otra vez ese carraspeo que Aitana dejaba caer cuando estábamos en la misma habitación y no sabía cómo entablar una conversación conmigo. Aunque había actualizado mi manera de tocarla la moral. Si quería decir algo, siempre era ella la que tenía que hablar en primer lugar. Ya estaba cansado de tener que sacar sus ideas con sacacorchos.

—Alfred... ¿tienes un momento? —me dijo casi susurrando.

—¿Qué quieres? —y bajé el periódico dejando escapar mi mirada por encima de él—. No me digas que se están cayendo las ideas y estás deseosa de que yo las recoja.

—No, quiero hablar sobre Amaia. Por favor.

Dejé el periódico con cuidado sobre la mesa de mezclas. Sabía que Amaia tardaría en volver de la reunión con su abogada, porque en estas cosas, uno sabe cuándo entra por la puerta, pero no cuando sale. No le indiqué que se sentara y allí se quedó de pinote, pero me dio igual. No iba a tratar de guiarla por ningún camino. Tampoco se iba a dejar guiar. Así que para qué perder más el tiempo.

—Tú dirás —dije con cierta inquietud que traté de ocultar en mi modo de hablar—. Aunque a lo mejor no soy la persona adecuada, porque solo la quiero para follar. ¿O no era así, Aitana?

—Puede que me haya equivocado —sentí que siseaba.

—Perdón, no te he escuchado bien —la había oído perfectamente, pero yo también quiero seguir tocándote los huevos un poco más—. Creo que...

—¡Que puede que esté equivocándome contigo!

—Oh, vaya —suspiré.

No era lo que esperaba escuchar. Pero era un principio. Me sonreí victoriosamente, tal y como sabía que la ponía sumamente nerviosa. Me gustaba seguir jugando contigo, tanto como tú me habías hecho sentir mal. Claro que yo no quería hacerte sentir mal, todavía sabía cuándo tenía que parar con mis bromas. Y todavía no había llegado a ese punto. Por mucho que te pesara.

—¿Y qué quiere que te cuente sobre Amaia? —dije pillándola por sorpresa.

—En realidad... lo que quiero es que la convenzas de que lo que dije el otro día, no lo sentí en absoluto.

—Ah, ya, comprendo —y me acerqué a la ventana para avistar el paisaje—. Lo que pretendes es que yo te disculpe de tu mierda para que tú quedes de puta madre delante de ella, ¿no?

—Eh... bueno, sí. Algo así.

¿Cómo qué algo así? No sigas tratando de engañarte. Lo que pretendes es que yo disculpe todo lo que dijiste, como que fue un calentón de la situación y ya está. Pero te has confundido de pleno, te has pasado de frenada literalmente. Y yo que pensé que había algo más que serrín en esa cabeza. Me niego. No lo voy a hacer ni por todo el oro del mundo, ni aunque me estuvieras reclamando piedad de rodillas en lo que resta de año. Eso sería mentirla. Y no puedo hacerlo.

—No puedo hacerlo.

La insatisfacción invade todo su rostro. Quizá había pensado que, con unas simples disculpas y buenas palabras, me iba a tener comiendo de su mano. Y de la mano que como es de la de Amaia. Y de nadie más. He aprendido a controlar bien a quién dejo entrar en mi vida y tú, por suerte para mí, no entras en ese reducido círculo. Puedes estar completamente segura de ello.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora