Capítulo XXXIV

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AMAIA:

Las tarrinas de helado se apilan en el cubo de basura de la cocina. Hace cinco días que he terminado la promoción del disco como tal, y mi vida se ha vuelto monótona. Con tal de no pensar, pagaría toda una fortuna a quién fuera necesario. Pero hoy no es mi día de suerte. Me miro en el espejo de mi habitación y veo, casi con toda seguridad, a un espectro de lo que yo he sido. Pero yo ya me parezco poco a esa chica que sale sonriendo en todos los actos promocionales.

Abro el frigorífico. Se supone que hoy tenía que hacer la compra. Este mes me tocaba a mí, Aitana me va a matar cuando vuelva a casa. Y cuando me quiero dar cuenta, la puerta se abre, dejando paso a sus dos grandes maletas después de una temporada de gira. Me sonríe y me abraza efusivamente. Pero se da cuenta rápidamente de que las cosas no van tan bien como le he hecho creer en varias ocasiones por teléfono.

—Un mal polvo en los últimos tiempos por lo que veo... —dice sonriéndome.

Obviamente, no se me ha pasado ni un momento por la cabeza, contarle que me he enamorado de uno de sus máximos enemigos en el negocio y, mucho menos, que mi mejor idea para atraerle hasta aquí ha sido darle un ultimátum. Como siempre, yo actuando antes de pensar de manera correcta y decidida. Me quiero morir. Pero eso lo llevo pensando desde que volví de Barcelona sin una promesa clara por su parte a excepción de aquellos mensajes.

Me había planteado durante esos siete días, muchas veces la situación que podía darse en aquella misma casa cuando Alfred decidiera hacer acto de presencia. Pero después del tercer día, mis ilusiones se fueron desvaneciendo y volviendo cada vez más fantasiosas. Ya estaba segura de que no me había tomado en serio o quizás yo me había hecho una sensación a mi alrededor que no se correspondía en absoluto con la realidad. Y ahora estaba más perdida que nunca, de vuelta.

Se deja caer en el sofá. Tenemos la casa relativamente ordenada para lo que solemos hacer nosotras dos solas. Pero en su cara, veo cierto halo de misterio. Y sé que su ronda de preguntas está a punto de comenzar. Me voy a por un par de copas de vino, antes de que pueda martillearme la cabeza con gusto. Sé que va a preguntar por todo lo que se la ocurra y más. Y en esos instantes, la odio. Mucho.

—Venga, te voy a dar la oportunidad de que empieces tú —dice dándole un sorbo a la copa de vino.

—Todo normal, como cualquier promoción de un disco. No sé. No te voy a contar nada que no sepas ya a estas alturas de lo que es ese trabajo.

—¿Tú me ves cara de imbécil?

Aitana era mi mejor amiga desde hacía muchos años, casi desde el principio de los tiempos. Como Miriam. Y con ellas no había muro que valiera la pena. Siempre terminaban colándose dentro de mí, y haciendo las preguntas más incómodas. O eso creía yo hasta que apareció un pedante Alfred García en mi vida. Para dejarlas muy atrás en cuánto a preguntas se refiere.

Su cara está a medio camino entre el estupor y la indignación por no saber todo lo que ha pasado en los meses que he estado fuera y que se han enlazado con su gira. No sé si está preparada para saber todo lo que me ha pasado en las últimas semanas, meses y casi año de mi vida. Ni siquiera yo estoy segura de tener palabras para definir todo esto... porque no es, en absoluto, nada fácil.

Tomo una larga bocanada de aire. Tratando de arremolinar mis ideas de la manera adecuada, pero su gruñido cuando me siento a su lado en el sofá, es el síntoma de que no hay ideas ordenadas. Simplemente hay deseos de lo que quiero que pase, pero no está sucediendo y eso me jode. Porque nada está saliendo como yo lo había planeado.

—Sabrás que eres la comidilla de toda la discográfica —y mueve enérgicamente sus brazos de un lado a otro—. No sé cómo te has dejado arrastrar por él de esa manera. Ya te lo dije desde el minuto cero. Mejor un mal disco que tener que trabajar con ese chico, que no tiene buenas palabras para nadie.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora