Capítulo XXIV

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AMAIA:

"Cuando desees muy fuerte que algo se cumpla, aprieta los ojos y deséalo como si nunca lo hubieras tenido en tus manos". La frase era la más manida de mi abuela en mi infancia cuando me enfurruñaba en su casa por haber perdido alguna chuchería que yo consideraba mi bien más preciado. Definitivamente, con los años, el truco ha ido perdiendo magia. O quizá soy yo. O tal vez una mezcla equivalente de ambas cosas.

Ahora estamos en una calma extraña, en la que no hablamos, no nos miramos y apenas compartimos tiempo juntos. Cuando termina nuestro tiempo en el estudio, tú te encierras en tu habitación y yo, imbécil de mí, sigo esperando a que se te encienda la bombilla y te des cuenta de que no me vas a poder esquivar hasta que terminemos de grabar. Por eso, como sé que no lo vas a entender de otra manera, no te dejo salir del estudio de grabación hasta que hayamos tenido una conversación seria.

—Tenemos que hablar.

—¿Sobre el disco? Creo que vamos a buen ritmo.

—No, Alfred —digo con severidad y seriedad—. De lo que pasó.

—Creí que ya habíamos dejado claro ese tema.

Me carcajeo jocosamente. ¿De verdad crees que hablar es limitarse a decir que hemos transgredido los límites establecidos y nada más? Sólo habías dicho que era demasiado tarde y desde ese mismo instante todas nuestras conversaciones se habían vuelto insulsas. Muy profesionales, eso sí.

Tus brazos pegados a los bolsillos de tu pantalón me denotan la dejadez que también está presente en todas las conversaciones en las que estoy cuando comemos y cenamos, como si todo hubiera retrocedido en el tiempo cuando, en realidad, no hemos hecho nada malo. Eres tan terco como yo, por eso creo que te puedo llegar a comprender tan bien, aunque tú no lo creas.

—¿Ahora a hablar te refieres a lo que me dijiste?

—Sí, claro. Para mí, el asunto está zanjado —me dice con rostro serio.

Por primera vez, veo tu gesto detenidamente. Incluso me atrevo a acercar la mano a tu barbilla y en cuanto notas el contacto, tu cara dibuja la incomodidad. Así que la retiro rápidamente. No quiero serte una molestia. Estás más flaco, los rasgos se te han endurecido demasiado y, aunque antes tampoco eras la luz personificada, te has apagado en el estudio. Tú que venías todas las mañanas dispuesto a darlo todo, sin dobleces. Hasta que no podías más, te cansabas, te largabas un par de horas al jardín o donde fuera y volvías con las pilas recargadas. Estás agotado, al menos físicamente. Y me temo que mentalmente también.

—¡Pues para mí en absoluto está zanjado, joder! —dije furiosa.

Y claro que no lo estaba. No me podía quedar de brazos cruzados, negando algo que había pasado y que ya no tenía vuelta de hoja. ¿Nos habíamos besado? Pues sí. Pero no entendía que te hacía tomar tanta distancia de mí. Si no he intentado nada más contigo, será que respeto tus límites, ¿no?

—No voy a perder más tiempo hablando de algo que ya ha pasado —y se quedó apenas a centímetros de mí, rompiendo la barrera de seguridad que había impuesto en los últimos días—. Solo fue un beso, ya está. Quizás hemos pasado tanto tiempo juntos, que hemos confundido las cosas. No hay que dramatizar.

Y allí me dejó, con la palabra en la boca. No se presentó ni a comer ni a cenar. Y, por la noche, no había luz en su habitación. Mucho me temía que ahora era él quién necesitaba un espacio que yo, de ninguna manera, estaba dispuesta a concederle. Me daba igual que me tachara de pesada, de boba, de lo que quisiera. Pero teníamos que cerrar aquel capítulo. Vale que había sido un beso, pero no era uno cualquiera. Si él no mezcla lo profesional con lo personal, no entiendo por qué ahora sí y necesito saber todo lo que me quiera contar que, como de costumbre, será poco o nada.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora