Capítulo XI

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ALFRED:

Me gusta cómo has vendido tu producto, pero has tensado tanto la cuerda que se ha roto. Y ahora tienes que tomar una decisión que puede ser muy jodida para tus intereses. Estoy esperanzado en la idea de que te olvides de lo que yo puedo ganar porque a mí me van a pagar, haga lo que haga. Digamos que con estos dos tíos tengo el sueldo Nescafé asegurado para el resto de mi vida, si quisiera. Y eso es lo jodido, que no lo quiero. Pero tampoco quiero dejarte colgada. El ambiente está tan tenso que, por fin, me atrevo a cortarlo sin dejar de lado la ironía.

—Bueno, yo creo que hay que ser drásticos solo si se está muriendo alguien —y pongo la mano en el hombro de Manuel que emite un bufido de enfado—. Yo pienso que vamos a tener que llegar a un acuerdo, ¿no?

La cara de Amaia es todo un poema. Se debate entre decir que no y asegurarse hacer lo que ella quiera y en el tiempo que lo desee, o seguir haciendo algo que no la convence pero le reporta ingresos mensuales más que suculentos para la media de lo que suelen ganar los músicos de su categoría. Es complicada la decisión. Mi intervención no logra apaciguar los ánimos.

—Te he hecho una pregunta —vuelve a repetir Manuel.

—Lo sé —el tono de Amaia reflejaba la misma dureza que su mandíbula apretada a punto de reventar—. ¿Quieres ya la respuesta?

—Soy un hombre ocupado, no tengo toda la mañana.

Me mira y sé lo que va a decir. Su cara de pena lo dice todo sin darme tiempo a procesar toda la información. Me va a dar mucha pena que te vayas, aunque te haya tratado como un verdadero perro sarnoso y lleno de pulgas. Tienes tanto talento, Amaia... que sería una verdadera pena tener que seguir desaprovechándolo en canciones facilonas. Les pido un par de minutos, pero nadie me hace caso. Ya no puedo detener un caos que es inevitable. Solo se me ocurre una manera de detener esa montaña rusa de estupideces que pueden salir de la reunión que estamos manteniendo en estos precisos instantes.

—Yo también tengo algo para decir —levanto por fin mi voz más allá del cuello del jersey que llevo puesto—. ¿Lo de invitarla a irse es una propuesta formal?

—¡Por supuesto que sí! —grita Manuel tremendamente enfadado.

—Entonces yo también tengo que subir mi apuesta.

Amaia me mira y yo clavo mi vista en ella. En sus ojos vislumbro la inseguridad que lleva en sus canciones, y me deja verlo tal cual. Niego con la cabeza mientras me mira, no estás tomando una buena decisión Amaia. Espero y deseo con todas mis fuerzas que te quedes conmigo, pero sé que no puedes hacerlo. Y tampoco vas a querer a pesar de todo lo que pasó ayer entre nosotros. No tengo un carácter fácil, no me llevo bien con la gente que no va por donde yo quiero. Y me he encontrado con alguien tan parecido que ahora me pasan tantas cosas por la cabeza, que no tengo una definición concreta para la situación.

Tampoco tengo una apuesta. Si me echan de la casa discográfica, hay ofertas pequeñas por aquí y por allí. Pero también mala publicidad. Y eso no nos conviene a ninguno de los dos, creo que me estás entendiendo solo con mirarme. Mi apuesta consiste en vender como algo grandilocuente, la oferta de otra casa discográfica que me ofrece elegir todo lo que quiero producir. Y es algo interesante. Así que lo suelto sin más. Si tú caes al pozo, yo también. Yo he sido, a fin de cuentas, quién te ha metido en este lío.

—¿Y cuál se supone que es tu apuesta? Sabes que tenemos un contrato... —y la manera en la que lo dice Joe, hace que sienta que me está perdonando la vida, cosa que en absoluto es así, más bien es al revés.

—Vuestro mayor rival en el mercado me ofrece algo mejor.

—¡Nuestro mayor rival no tiene ni la mitad del buen catálogo que tenemos nosotros! —brama Manuel levantando los brazos.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora