Capítulo XLIX

1.5K 135 312
                                    

ALFRED:

Me preguntaba seriamente si ya se habrían tirado todo lo necesario en cara o habrían optado por esos armisticios que todos terminamos firmando con nuestros amigos con tal de no salir demasiado heridos. Pero yo era muy consciente de que Amaia estaba más que cansada de la situación. Y, especialmente, del comportamiento tan infantil de su mejor amiga. Si hubiera tenido un cuchillo a mano esa misma mañana durante el desayuno, habría podido cortar la tensión con una suave pasada, lo tenía claro.

Sabía a las mil maravillas que mi experimento podía terminar muy mal. Y ésa fue mi sensación cuando intercambié un par de mensajes con mi novia para saber si todo iba bien. Toda su respuesta fue: "Se acabó. Si quiere hacer el infantil, que se vaya a casa". Supe, conociéndola como la conocía, que lo más seguro era que todo hubiera saltado por los aires, antes incluso de lo previsto.

También era consciente de la personalidad tan volátil de Aitana. Era como una niña que ha vivido toda su vida encerrada en una burbuja en la que nadie puede entrar pero ella puede herir a todo el que pase a pocos metros de ella. Y no era justo. No ya por mí, que me había acostumbrado a convivir con su rechazo, sino para Amaia.

Mientras me terminaba el café en la estación de tren después de dejar a mis padres allí para ir hasta Valencia, a visitar a unos familiares, cerré los ojos. Trataba de vislumbrar cómo me sentiría yo, si Marta o David mandaban a Amaia a tomar por culo con todas sus fuerzas aunque ella se esforzase, de sobremanera, por caerles de la mejor manera mientras compartíamos tiempo, espacio y aire. No me gustaría en absoluto. Y supe que esa sensación invadía a Amaia con frecuencia.

—¿Desea tomar algo más, caballero? —me preguntó aquel camarero mientras me retiraba el café ya vacío—. ¿Algo de comer?

Pues no. De lo único que tengo ganas es de salir lo más airoso posible de toda esta situación. Sé que ahora solo me tiene que interesar grabar el disco. Y esto me resultaba demasiado gracioso. Porque estábamos casi en el mismo punto en que yo había estado con Amaia muchos meses atrás. Era consciente de las limitaciones de Aitana pero también de que explotar su talento era una necesidad. No más música machacona y fácil. Ni de coña.

Tenía una manía muy particular con las estaciones de tren. Cuando iba a dejar a mis padres, a recoger a alguien que venía a casa, siempre me tomaba unos minutos para sentarme en algún banco de la larga sala de espera y jugar a imaginarme como eran las vidas de todas esas personas tan desconocidas para mí. Y era un juego muy divertido. Sé que la gente me miraba con extrañeza, pero me daba igual. Yo me concentraba fuerte en mi propósito. Y no era demasiado complicado fantasear. Bastaba con cerrar los ojos y no perderse en el bullicio.

Solo con oír aquellos pasos los reconocí. Eran sumamente desacompasados, casi pasos de huida. De saber que la realidad te ha golpeado. Y cuando abrí los ojos, allí la vi, mirando con nerviosismo la pantalla de salidas y dirigiéndose al puesto más cercano de venta. No me acerqué, necesitaba saber qué pasos pensaba dar. Y cuando se sentó unos cuántos asientos por delante de mí, me pregunté qué pintaba allí.

Ni siquiera fue consciente de que estaba parado delante de ella. Tenía los ojos sumamente rojos, había estado llorando todo el trayecto. Que no era poco. Y lo supe. Había fracasado. ¿O mejor era decir que lo habíamos hecho? No estaba ya seguro de casi nada, excepto de que estábamos allí. Ella hundida en sus pensamientos más negros y yo con pose de tipo desganado con las manos metidas en los bolsillos.

Me senté a su lado, pero no volvió la cara. Y tampoco hice demasiado porque lo hiciera. Sabía que necesitaba tiempo para asumir lo que, en mi desconocimiento, podía imaginar que había pasado esa misma mañana. No podía permanecer más callado, así que decidí tomar la palabra en aquel momento tan extraño para nosotros dos.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora