Capítulo XIX

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ALFRED:

Me sorprende no encontrarte a la hora convenida, pero no me preocupo. Llevas casi toda la semana de malas pulgas. Sin soltar ni prenda de lo que te pasa y tampoco haces mucho porque yo pueda darte una mano, menuda confianza nos gastamos tú y yo. Sigo dándole vueltas a lo que te sucede cuando la voz de Rodrigo me saca de mi ensoñación.

—Alfred, ¿sabes algo de Amaia? —me pregunta nervioso.

—La última vez que la vi fue esta noche, después de cenar.

—No aparece por ninguna parte.

—No te preocupes, yo me encargo —digo sabiendo a dónde dirigirme de inmediato y que allí te voy a encontrar.

Conduzco cauteloso, aunque ya ha pasado la época de nevadas, me prevengo de todo. Sé perfectamente dónde has ido. Aquí solo hay un sitio al que acudir cuando deseas ahogar tus penas. Por supuesto, allí está el otro coche que tenemos en casa. Me bajo del coche de mal humor... no quiero dar otro espectáculo. No hay mucha gente en el bar, o eso me parece a mí, porque las cabezas se vuelven instantáneamente a mirarte. Qué vergüenza, más después de Navidad...

—Así que ahogando las penas, ¿no, Amaia? —pregunto mientras me pido una cerveza sin alcohol—. Ya podías haberme avisado.

Cuando levantas la cabeza, me doy cuenta de que hace mucho que has empezado la fiesta en soledad. Tienes los ojos rojos de llorar. Y a tu lado hay más de media docena de tercios de cerveza. Hoy sí que estás borracha. "Como una cuba" podría decir sin miedo a equivocarme.

—Se casa, Alfred —me dices con un susurro, como si fuera un secreto.

—¿Quién se casa? —pregunto encogiéndome de hombros.

—Gustavo, ¡se casa con esa...! —tratas de ponerte en pie pero tengo que agarrarte para que no te caigas redonda al suelo—. Con esa asquerosa.

Mientras te llevo bien agarrada, sonrío. No he fallado. Solo podía ser algo tan grave como un desengaño lo que te había llevado a dejar a un lado tu mayor pasión. ¿No sería Gustavo, el tipo que tonteaba con todas mientras llevaba una vida de lujo con Ana, no?

—¿Y te molesta que se case? —pregunté sin ninguna maldad.

—¡Pues sí, cojones! Me traicionó.

—Pasado, pisado.

—No, Alfred, no. Una puta mierda —su voz seseaba mientras hacía grandes esfuerzos por mantenerse en pie—. Me robó mi vida. Mi pasión. Mi todo. Y no ha bastado un jodido océano para que todo vuelva a su lugar. Ahora se casa y me lo restriega... ¿o es que no lees el periódico?

—No acostumbro a leer sobre la vida de otros, lo siento —me sorprende que a pesar del enfado no echas ni una lágrima.

Odiaba a la prensa del corazón, como para pararme a leer las tonterías que escriben. Pero tú estabas tan enfadada que daba la impresión que me ibas a dar una hostia bien dada en cuanto volviéramos a casa, con tal de sacar la furia que tenías dentro y que parecía, a estas alturas, totalmente incontrolable. ¿Debía preguntar, o mejor esperaba a que siguieras hablando? No me hizo falta respuesta.

—¿Sabes qué es lo peor de todo?

—¿Qué? —pregunté observándola de reojo en la oscuridad de la noche.

—Que, aunque me joda, me ha arruinado la vida. Y no soy capaz de superarlo.

—No creo que sea tan grave que alguien te deje, Amaia. Las relaciones se terminan y la vida no se acaba. No me digas que eres de esas chicas que cree en estas chorradas del amor verdadero para toda la vida —porque no te pega nada, pensé.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora