Capítulo XL

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AMAIA:

Cuando Alfred juguetea con las llaves apoyadas sobre la bolsa de viaje con la que carga, me muerdo el labio y le miro. Con ojos llenos de pasión, de serenidad y, sobre todo, de estar devorando a mi compañero con la mirada. Y me da igual. Literalmente, me lo follo con la mirada. Él se sonríe de manera nerviosa y niega con su dedo índice extendido... ¡qué bien me conoces, querido!

—La casa ha estado muy vacía sin ti —y una media sonrisa se dibuja en mi cara— y yo sin ti, también me he sentido muy solo.

Tira de mi mano hasta dentro y la casa sigue igual que la última vez que la vi. Huele a ti, así que me empapo bien de ese olor... Yo también os he echado de menos, en todos los sentidos. Pero estoy aquí de vuelta. Y no quiero irme nunca más.

—Somos muy diferentes a las dos personas que estuvimos aquí sentadas hace algunos meses —confesé acariciándole suavemente la cara—. Y eso me alegra mucho.

Éramos las mismas personas, pero demasiado distantes de aquellas dos caricaturas. Ahora estábamos aquí, con un pasado más que cerrado y con un futuro muy prometedor por delante. Y me sentía afortunada de poder rozar esa sensación con la yema de mis dedos. Nunca la había sentido tan cercana y ahora estaba aquí, al alcance de mis manos. No estaba nada mal.

—Hay algo que llevo queriendo decirte algún tiempo.

Noto el nerviosismo en tu voz. Y algo me da vueltas en lo más profundo de mi ser. Tomo aire cada vez más rápidamente, me estoy poniendo demasiado nerviosa. Pero tu tacto me tranquiliza, como siempre. El saber que estás aquí y no te piensas marchar, que esta vez no piensas salir corriendo ni negar lo que es una evidencia para todo el mundo. Estamos listos para seguir viajando juntos.

—Yo también estoy enamorado de ti.

—¿Qué? —pregunto de nuevo con sorpresa.

—Tú me lo dijiste el día que te ibas —y sonreí después de morderme el labio al darme cuenta de que lo recordaba todo perfectamente—. Y yo no me atreví a decírtelo aquel día. Pero yo también estaba enamorado de ti, solo que siempre voy un poco más lento que tú.

Pasé mi palma por su mejilla y la dejé resbalar por su barbilla, totalmente afeitada. No me mentías cuando me decías siempre que no te quitabas la barba por miedo a seguir pareciendo un niño. Cerraste los ojos, sintiendo mi tacto de manera profunda. Y te mordiste el labio, dejando tus palas bien visibles. Mi perdición, te abracé fuerte. Sentí un susurro que no fui capaz de entender. Y luego tus brazos apretándome entre ellos. Por fin, estaba en casa.

En todos los sentidos. Literales y figurados. Creo que, por más que lo negara, siempre habías sido casa desde que aquel contrato nos unió. Y no quería que dejaras de serlo nunca. Ese podría ser mi deseo por todos los cumpleaños que esperaba cumplir a tu lado. Que siguieras siendo mi casa.

—Podrías habérmelo dicho cuando estuviste en Madrid... —dije sintiendo su aliento sobre mi boca—. Hubiera sido un buen broche a tu visita.

—Los dos teníamos que volver aquí. Dónde empezó todo.

A veces me asusta la conexión que podemos llegar a tener. Cuando me monté en el tren, pensé que todo debería haber terminado en tu salón, casi en el mismo lugar en que había empezado unos meses atrás.

—¿Y después de estos días, Alfred? —no quería pensar en que cinco días se acaban en un chasquido de dedos pero era inevitable—. Yo no quiero separarme de ti.

—Ni yo de ti. Pero encontraremos la manera.

Me siento un poco ridícula de tener esta necesidad de que no se separe de mí. Pero he encontrado a su lado un equilibrio que desde hace mucho tiempo brillaba por su ausencia. Y eso me parece que es motivo de celebración. Me sonrío mientras le miro fijamente, sus ojos desprenden luz propia. Y eso me gusta tanto... Lo necesitaba ver. Igual que la misma luz que en aquellas entrevistas que estaban lejos de mostrar a una persona como la que me habían pintado antes de conocerte.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora