Capítulo XXV

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ALFRED:

Me siento demasiado excitado. Y no solo a nivel mental. Seguramente lo esté en todos los niveles en los que un ser humano pueda sentirlo. Apenas llevábamos caminados cincuenta metros cuando por fin me decido a mirarla, tiene las mejillas rojas, la mirada brillante y una sonrisa un poco ladeada. Hay que joderse, yo que había intentado que no me encontrara, pues va y lo consigue. Sé que ha contado con ayuda, pero no me importa.

Por supuesto, esta noche no tengo límites. Y por eso voy a romper otra regla de oro. Nunca le enseño mi casa a la gente con la que trabajo, porque es mi templo personal, y no quiero que nadie lo mancille. Pero sé que llamar a casa para que te vengan a buscar es como hacerles saber que todo ha ido mal, así que desconecto esa idea del árbol de posibles escenarios después de lo que nos hemos dicho en el puerto. Te noto un poco perdida, aunque yo soy alguien que tampoco está muy centrado que digamos. Y menos últimamente, para qué vamos a engañarnos.

—¿Dónde vamos? —me preguntas mientras nos detenemos en un paso de peatones—. Empieza a hacer un poco de frío y...

—A mi casa —contesté con voz ronca y bastante cerca de su oído.

No puedo evitar sonreírme cuando veo como se pone más recta que el mástil de una vela y me mira como si eso fuera sinónimo de sexo seguro o algo parecido. Aunque, he de confesarte, que no sería una mala opción. Quizás esa sea la mejor manera de terminar con todos los secretos entre nosotros, ¿no?

Mi cabeza funciona mucho más rápido que todo mi cuerpo. Podría decir que siento la adrenalina palpitante en cada uno de los poros de mi cuerpo porque, aunque me cueste decirlo, me empiezo a sentir un poco vivo. Ella me mira, pero no me juzga. Y eso ya la hace diferente a todo el mundo. Sigo caminando hasta que llegamos al portal. Has tenido suerte y pude hacerme con una buena propiedad apenas a un kilómetro del puerto. Y siempre que miraba por la ventana, daba gracias por ello. Noto como te vuelves a tensar, mientras te dejo pasar delante de mí al portal, que está totalmente oscuro. No sé qué se supone que tengo que decir o hacer en este caso, hace muchos años que no me veo en una situación parecida.

Cuando la puerta del ascensor se cierra, te pegas bien a mí, a pesar de que hay espacio para los dos sin tener que tocarnos ni un solo pelo. Tu dedo meñique se cuela por la manga de mi chaqueta hasta dar con el mío y terminar entrelazándose con él.

—¿Esto lo haces con todas las chicas que conoces? —me pregunta tímida.

—¿El qué?

—Traerlas a tu casa —contesta mirando como el número corre sin prisa mientras me lleva a casa—. Quiero decir...

—He entendido perfectamente lo que querías decir, Amaia.

Claro que lo he comprendido. Que si es la primera vez que me traigo a una chica a mi casa para follar. Si esto me lo preguntas hace diez años, te diría que no. Pero a raíz de aquel episodio tan traumático, había cambiado mi rutina. Me negaba a seguir enseñando espacios de mi vida a personas desconocidas, así que lo convertí todo en un búnker, por eso, nada mejor que follar en hoteles. Sin compromisos, ni esperanzas vanas y estúpidas de poder entablar algo serio. Sin tener que pensar en el futuro. Todo lo que me importaba en aquel momento, se centraba en una sola habitación.

Abro la puerta con un leve giro de cerradura. Y entro en mi templo, que huele a tranquilidad. A una sensación inconfundible de estar en el paraíso. Ella se queda quieta en la entrada, hasta que le digo que en el salón puede dejar sus cosas. Me mira sorprendida por la casa que tengo, no sé dónde se pensaba que vivía. ¿Debajo de un puente?

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora