Capítulo VIII

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AMAIA:

Un ruido seco me despierta en medio de la noche. Atino a mirar el despertador. Las cuatro y media de la mañana. Miro a mi alrededor tratando de identificar el ruido. Solo veo un bulto con las piernas apoyadas sobre el colchón y que parece con vida propia. Con bastante temor, enciendo la luz de la mesilla de noche. Y no me puedo creer lo que veo, debo estar alucinando.

Allí estaba Alfred García totalmente desmadejado en una posición rarísima, a punto de dislocarse el cuello, y roncando como nunca antes había escuchado a nadie. Me pregunto qué hace allí. Aunque cuando me paso la mano por la frente, lo entiendo todo. Estoy totalmente empapada en mi propio sudor. Así que lo que yo había achacado al cansancio, debe ser fiebre.

Me sorprende verle allí. En realidad, había tenido lo que yo denominaba una ensoñación en la que él me tomaba cariñosamente la temperatura e incluso me daba sopa de cenar, pero no era un sueño. El bol de sopa estaba totalmente vacío en la misma mesilla justo al lado del termómetro. ¿Alfred García teniendo un detalle conmigo? Creo que se han anticipado las navidades en esta casa.

Vuelvo a dejarme caer sobre el colchón y me tapo hasta arriba con el nórdico. Él no se mueve, así que supongo que duerme plácidamente. Lo compruebo porque apenas dos minutos después, vuelve a emitir un sonoro ronquido. En realidad, podría decir que el sonido se parece al que hacen los elefantes cuando barritan y no estaría contando ninguna mentira. Cierro los ojos y no tardo mucho en dormirme a pesar del concierto nocturno que el amigo me está ofreciendo a poca distancia. Hoy se lo pasaré por el gesto que ha tenido de venir hasta aquí y tratarme bien. Ya lo torturaré detenidamente más tarde...

No sé qué hora es, cuando escucho que una mano apaga el despertador. No trato de abrir los ojos, estoy demasiado cansada. Siento una mano grande encima de mi frente. Es suave. Y eso me gusta. Me recuerda a las manos de mi madre cuando estaba enferma de niña y me tomaba la temperatura. Siento su respiración demasiado cerca y unos labios no tardan en posarse encima de mi frente. El método más rudimentario para tomar la temperatura desde que el mundo es mundo. La puerta se abre y oigo a Gabriela mientras finjo estar dormida. Así que solo cabe la posibilidad de que sea él.

—¿Cómo habéis pasado la noche? —oigo suavemente a Gabriela.

—Bien, sin novedades —dice con un tono de preocupación—. La fiebre ha ido bajando a lo largo de la noche. Creo que ahora no tiene. Hoy será un buen día para dejarla descansar. ¿Qué es ese paquete que traes?

Yo sé bien lo qué es. Es el encargo que hice la noche en que tú viajaste a Madrid, y es todo lo que has producido en estos años. Tengo miedo de que lo abras y lo descubras, no sé si pensarías que soy una psicópata en potencia o engordaría aún más tu ego. Para mi sorpresa, siento como el paquete cambia de manos y sus nuevas propietarias lo dejan encima de mi mesa de estudio, que está llena de folios en blanco totalmente arrugados.

—¿No lo vas a abrir? —pregunta con intriga Gabriela y ruego porque no lo haga.

—No. Yo no estoy esperando ningún paquete —dice mientras sale de la habitación y cierran la puerta.

Cuando estoy volviendo a coger el sueño, siento los pasos de él. He aprendido a conocerlos bien. Suenan siempre acompasados, nunca corre. Parece que nunca tiene prisa. Otra vez su mano encima de mi frente. Abro tímidamente los ojos. No hay sonrisas por ninguna parte, tampoco las esperaba así que no siento decepción alguna. Pero veo mucho arrepentimiento en sus grandes orbes oscuros que me miran fijamente.

—Lo de ayer... —comienza diciendo muerto de la vergüenza, es la primera vez que lo veo en ese estado— fue, a todas luces, una falta de educación y respeto tremendas.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora