Capítulo XXVII

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ALFRED:

Miro cómo tocas el piano. En solo una semana has hecho grandes progresos. Así que ahora, me toca cumplir mi parte del trato. Camino hasta pararme detrás de ti, siento como me sonríes mientras no sueltas las teclas y yo me coloco en la misma posición que hemos tenido mientras yo era tus manos. Siento tu suspiro cuando me acoplo en tu espalda. Deslizo mis manos suavemente y con una avidez pasmosa para mí, desde tus hombros hasta que llego a tus muñecas, donde me detengo. Tienes que seguir tocando.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —me preguntas mientras te muerdes el labio y yo acaricio tus manos como buenamente puedo.

—Romper mis tapujos.

—Pensé que ese día estabas de broma —y se vuelve a sonreír.

El "quiero" ha ganado la batalla del "debo". Y sé que ya no hay vuelta atrás. Me siento extraño porque me pasan cosas que pensé que ya tenía enterradas hacia demasiado tiempo. Y, de repente, llegas tú y las hacer aparecer de nuevo. Joder, Amaia. Me doy cuenta de que la música se ha detenido.

—Toca —digo con voz ronca, abrazándola sobre la cintura.

—Creo que ha sido suficiente por hoy —me dice tratando de darse la vuelta—, estoy un poco cansada.

—Toca para mí, por favor.

Me dejo abrazar por tus notas, tocadas con mimo y pasión. Mi nariz se pierde en el hueco entre tu cuello y tu clavícula, me lleno de tu olor. No quiero olvidarme nunca de él. Me acerco a tu oreja. Te muerdo el lóbulo y sueltas un suspiro que parece un gemido ahogado. Te tensas y yo me sonrío, primera batalla ganada.

—No creo que esto esté bien... —me dice dejando de tocar.

—Toca —digo con tono autoritario—. Déjate llevar.

Tu cadera se mueve para pegarse completamente a mí. No deberías ir tan rápido porque puedo descontrolarme y hacer de esto algo salvaje convertido en un mal recuerdo. Hoy necesito tener paciencia, un poco de sentido común no me va a venir mal, estoy seguro.

Mis labios sondean tu cuello, sonríes y tocas. Voy por buen camino entonces. Me gusta cuando sonríes, cierras los ojos y tocas con más rapidez, como si te estuviera torturando lentamente. Y lo pienso hacer. Mis manos viajan desde tus caderas hasta el final de tu camisa, que en realidad me has robado de la ropa que estaba por planchar, y poso mis manos sobre el primer botón. Cuando por fin tengo tu ombligo al aire, dibujo un par de círculos sobre él. Noto como te gusta y vuelves tu cabeza hacia mí, siento tus ojos demasiado brillantes sobre los míos.

—Esto debería ser privado... —me dice sonrojada.

—¿Acaso no lo es? —respondo a centímetros de tu boca—. Para mí sí lo es.

—No es la primera vez que alguien nos encuentra en situaciones incómodas...

—Pues hoy no va a ser el día, tenían muchos recados que hacer —digo depositando un breve roce sobre su boca, que ella intenta alargar mientras yo me retiro—. Creo que estás yendo demasiado rápido... y esto no funciona así.

Succiono tu cuello mientras mis manos, ávidas y sedientas de ti, terminan por desabrocharte la camisa. Te noto un poco cohibida. Así que poso mis manos en las tuyas y detengo el tempo. No quiero que sigas tocando, necesito verte bien. Te invito a que te sientes enfrente de mí en la banqueta, cosa que no dudas ni un segundo en hacer.

—¿Y cómo se supone que funciona esto, Alfred?

Su mano baja lentamente mi cremallera de la chaqueta que llevo puesta, tomándose un largo tiempo hasta que llega al final y la saca del carrete. Sonríe satisfecha. Posa sus manos en mis hombros y me la quita. La deja por allí tirada.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora