Capítulo L

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AMAIA:

Los dos días siguientes fueron sumamente insoportables. Alfred se había enrocado en un silencio que me asustaba, le conocía lo suficiente para saber que si no era capaz de compartir sus pensamientos es que algo muy grave debía estar pasando en su cabeza. Había dejado incluso de tener ese humor ácido cada vez que comíamos y cenábamos y tiraba su pullas particulares a Aitana que parecía dispuesta a fulminarlo con la mirada.

Yo estaba en un estado muy extraño. No sabía cómo se suponía que tenía que reaccionar. Pero había sido clara. La relación ya no estaba tensa, sino que estaba directamente rota. Era consciente de que aquella conversación en medio de la cocina, había sido la gota que había colmado el vaso de aquella relación tan extraña que existía entre los tres cuando estábamos en la misma habitación.

—¿Va todo bien? —le pregunté a Alfred mientras miraba fijamente al táper girar en el microondas.

—Va todo bien.

Así eran sus respuestas. Secas, cortas y muy escasas de contenido. Y odiaba a ese Alfred, porque estaba empezando a tener demasiados secretos para mí, a pesar de la promesa común que compartíamos desde hacía algún tiempo. Nada de secretos. Ni de coña. Y los estabas empezando a tener, aunque seguramente solo querías ocultarme tu mal humor y tus ganas de partirle la cara a Aitana cada vez que hacía acto de presencia.

Incluso el trabajo en el estudio se había convertido en algo sumamente pesado, aburrido, monótono. Tú esperabas sus propuestas, me mirabas con cara de indiferencia y empezabas a sacar toda la furia que podías. Que no era poca. Tenía sentimientos muy contradictorios. Por un lado creía que mi amiga se merecía aquel castigo; por otro, sabía que cuando te ponías de esa manera era la confirmación implícita de que las cosas no iban tan bien como me querías hacer creer con tus palabras.

—Prometimos no tener secretos —me atreví por fin a pronunciar en voz alta, con temeridad abundante en mi tono—. Y me molesta que estás volviendo a encerrarte en ti mismo, sin contar conmigo. No sé qué nos está pasando, Alfred.

¿Era aquella sensación el primer síntoma de una crisis? No, no y, nuevamente, no. No podía estar aquí la primera crisis. Antes de eso, las parejas suelen ser conscientes de su desgaste en muchos niveles, incluso buscan fórmulas para evitarlo. Pero tú y yo éramos poco convencionales para todo, y en esta ocasión no íbamos a ser menos. No podía negar que me gustabas mucho, pero volver tan atrás me daba mucho miedo. No estaba preparada para esto.

Aunque había sido parte de la peor etapa de tu vida, me daba pavor tener que volver tan atrás. No estaba, en absoluto, preparada para tener que volver a pasar por esa oscuridad. Una cosa es que lo oscuro entrara en tu personalidad, y me había enamorado de ello, pero otra cosa era que una idiota te hiciera volver tan atrás. No nos lo podíamos permitir de ninguna de las maneras.

Sé que este encierro solo responde a que crees lo mismo que yo estoy pensando, que no voy a ser capaz de soportarlo nuevamente. Pero por ti, estoy dispuesta a lo que haga falta. ¿O crees que con otro tío hubiera tenido tanta paciencia? A veces eres como un niño pequeño, pero eso también me gusta mucho de ti, para qué voy a negarlo.

—¿Crees que esto es el final?

Sus palabras me asustaron. ¿Ya estaba? No, no me lo quería creer. Teníamos que pelear con fiereza por esto. No nos podíamos rendir a las primeras de cambio porque el golpe había venido mal dado. No me lo podía permitir y tú tampoco.

—Recuérdame. Recuérdanos a nosotros. Y todo lo que solíamos ser.

No era una despedida, pero era muy consciente de que te estabas dejando llevar por todas las cosas que no deberías. Y creo que nos encontrábamos en este punto por una razón relativamente simple. Que no te habías dado cuenta hasta hoy de lo taciturno que te habías vuelto de nuevo. Y yo tampoco estaba resultando de mucha ayuda. Porque tampoco sabía cómo actuar sin salir muy herida, especialmente en nuestra relación.

Promesas que no valen nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora