Volumen Dos: Reinos en Armas - Primera Parte

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Año 287 Después de la Intervención Divina

—¿Estás seguro? —le preguntó Atair a Garren.

—Lo bastante seguro para entregarte la información a cambio de nada.

—Es primera vez que lo haces, entenderás que tenga mis dudas.

—Te habrías enterado en una semana de todas formas, el rumor se expande como un incendio, y el anuncio oficial de ese consejo de ancianos podridos aparecerá en al menos un mes.

—... Me acordaré de ti cuando eso pase —le dijo como un suspiro el mercenario a su colega.

—Eso espero —sonrió el interlocutor—, ahora debo irme, me espera alguien dispuesto a pagar mucho por esta información.

—Suerte.

El joven emperador actual había muerto sin dejar descendencia. Garren, otro mercenario, le entregó la información a Atair una noche poco después, mientras su hija, ya de doce años, dormía tranquila. "Por eso bajaron los estandartes y nadie se prepara para el nuevo año..." pensó el hombre. "La guerra no tardará en estallar", y su hija dormía como siempre bajo la luz de las estrellas. "Será más difícil que antes para los demás" pensó, mirándola. "Pero no para nosotros. Tal vez volverse mercenario no fue tan mala idea".

Los primeros días, nadie buscó al mercenario. Antes de que se cumpliera una semana, volvieron a hacerlo. Mensajeros, exploradores y espías de los reinos más cercanos llegaron con él, rápidos y ocultos. Y tal como le había dicho su colega, al séptimo día, alguien le contó sobre la muerte del joven emperador. Con cada semana, los rumores eran más frecuentes y las voces más altas, hasta que, al cumplirse un mes y un día, el Consejo Imperial anunció lo sucedido.

"Nunca pensé que lo diría, pero Garren tuvo razón en todo. Quién diría que un Ciervo puede decir la verdad".

Varias noches partió y volvió antes del amanecer. Siempre se aseguraba de que su hija durmiera en un lugar seguro, y siempre corría, agradeciendo sinfín de veces la gran velocidad de su cuerpo.

"Pagos por batallas en la frontera y por vigilar carretas, lo típico" pensaba revisando su bolsa de estrellas, "pero los pagos por meterme en peleas de bares, eso sí es nuevo".

Al día siguiente del anuncio imperial, el mercenario llegó con su espada en la mano, marcas de golpes en su rostro, y la armadura puesta además de manchada, cuando el sol ya brillaba sobre el nido de gruesas ramas en que dormía su hija.

—Maldita sangre... —dijo para sí, más despacio que un murmuro, notando las manchas en su arma. "No puedo enfundar así esta cosa...".

—... ¿Papá? —y la niña ya había despertado.

—Buen día, linda —le respondió él, apresurándose a limpiar la espada con su viejo pañuelo.

—¿Me ayudas a bajar?

—Por supuesto, enseguida.

Y con el último pedazo de la tela que quedaba sin manchas, se limpió el sudor del rostro y la poca sangre de esos golpes recibidos.

Tomó la mano de su hija, afirmándola mientras la bajaba del árbol, y en pocos segundos estaban de vuelta en el suelo.

—¿Por qué tienes la armadura puesta? —quiso saber la pequeña.

—Por si nos hubiéramos resbalado y caído del árbol, linda —le sonrió él.

Fin de la primera parte del volumen dos

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