Volumen Dos: Reinos en Armas - Cuarta Parte

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—Papá —llamó un día la pequeña, mientras el guerrero afilaba su espada—, cuéntame un cuento.

—Está bien —respondió él, enfundando el arma—. Hace no mucho tiempo, había un halcón. Sus garras eran afiladas como espadas, y sus alas eran las más rápidas de todo el cielo. Cazaba de noche, y muchas criaturas lo sabían, así que, cuando llegaba la oscuridad, buscaban refugio, pero él siempre cazaba a su presa. Una noche, mientras sobrevolaba el bosque en silencio, vio a alguien a su lado. Alguien más silencioso y veloz que él. "Imposible" pensó, "nadie es más silencioso ni más veloz que yo". Se fijó mejor. Era una lechuza, con plumas tan blancas como la luna y ojos morados, más brillantes que el oro y más profundos que el mar. Por primera vez, el halcón detuvo su vuelo en medio de la cacería. La lechuza se dio cuenta, y también se detuvo. Se posaron en el suelo, en silencio, mirando cada uno los ojos del otro. El halcón tenía ojos negros, y plumas marrones, nada especial, nada remarcable, nada tan brillante ni limpio como las plumas y ojos de la lechuza. "Sé mía" le pidió el halcón, "vuela conmigo cada noche, caza conmigo cada noche, mira las estrellas y la luna conmigo cada noche". "Pero eres un simple halcón" respondió ella, "yo soy una lechuza, la Dama Luna nos ha escogido entre todas las aves, llevamos su color y su poder". "Haré lo que tenga que hacer, sea posible o imposible, con tal de compartir cada noche contigo" siguió el halcón. "Tendrás tres noches" le dijo ella, "cuéntame una historia diferente en cada una de ellas, y tal vez logres enamorarme". "Esta será la primera noche" le respondió el halcón, decidido y seguro. Y decidido y seguro, le contó la historia de una leona que buscaba ver el sol. Al terminar, la lechuza agradeció la historia, extendió las alas, y se alejó.

La noche siguiente, en el mismo punto y de nuevo volando bajo, se encontraron ambos. "Esta es la segunda noche" le dijo el halcón a la lechuza, decidido y seguro. Y decidido y seguro, le contó la historia de un lobo enamorado de una loba. Al terminar, la lechuza agradeció la historia, extendió las alas, y se alejó.

La noche siguiente, en el mismo punto y de nuevo volando bajo, se encontraron ambos. "Esta es la última noche" le dijo la lechuza al halcón. "Pues no lo será" respondió él, decidido y seguro. Y decidido y seguro, le contó la historia de un halcón enamorado, que quiso enamorar a una lechuza contándole historias. Al terminar, la lechuza agradeció la historia, extendió las alas, e invitó al halcón a volar con ella. "Tenías razón" le dijo, "no fue la última noche".

La pequeña lo miró sonriente, ya quedándose dormida. El mercenario acarició su cabello, y la niña durmió. "Sueña con halcones cuentacuentos, linda. Si tenemos suerte, vendrán días menos difíciles".

Y así fue. Cada día, la pequeña despertaba para encontrarse con buena comida. Paseaban juntos, pescaban, nadaban, trepaban árboles y recogían hojas. Escuchaban con atención el cantar de las aves y el silbar de los ríos. Y cada mañana, el mercenario limpiaba su espada y se quitaba la armadura. Cada día era un buen día, cada día no era diferente del anterior. Tres años pasaron.

—Papá —llamó un día la pequeña, ya de quince años, sujetando fuerte la mano de su viejo padre—, cuéntame un cuento.

—Está bien —dijo él, difícilmente—. Hubo, hace algo más de una década, un hombre. No venía de un gran reino, no tenía un apellido importante. Pero su espada era afilada como las garras de un halcón, y era rápido como el vuelo de un halcón. Un día, conoció a una hechicera del Reino de la Lechuza, y tres días después, se enamoraron. Un año después, tuvieron una hija, con el mismo pelo blanco y los mismos ojos morados de su madre. Un año después de eso, la hechicera dejó este mundo. Catorce años después, el hombre también.

La niña besó la frente de su padre, sujetando con fuerza su mano.

—Tendré historias que contarte —le dijo, con lágrimas brotando de sus ojos—, lo prometo.

—Sé que las tendrás —respondió él—. Intenta levantar mi espada una vez más —la niña le hizo caso, sujetando la empuñadura con su mano libre. Esta vez, no tuvo dificultad alguna en levantar el arma—. Sabía que lo lograrías.

Se abrazaron una última vez, y el cabello blanco del guerrero, alguna vez castaño, se confundió con el de su hija.

—Papá —dijo ella, comenzando a sollozar.

—¿Recuerdas lo que le dijo el sol a la leona? —le preguntó él, sonriendo débilmente.

—Sí, lo recuerdo —respondió, sonriendo también.

—No llores. No siempre me verás, pero siempre estaré aquí.

Fin de la cuarta parte del volumen dos

Fin del volumen dos

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