Volumen Nueve: Imperio - Segunda Parte

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—Deben renovar sus votos de lealtad con el imperio —decía Dimitri con los ojos de toda la corte del Ciervo fijos en él, ataviado con las ropas doradas de un representante del imperio.

—No le debemos nada a nadie —le respondió Armelle Laurent, una espadachina y diplomática admitida desde hacía muy poco en la corte.

—El Consejo Imperial no ha hecho nada por nosotros —agregó su hermana, Anaís, con una cautivante sonrisa y una mirada profunda.

—No le han dado el tiempo suficiente —continuó el hombre—, los reinos han actuado con demasiada prisa en estos tiempos de menos orden...

—¿Menos orden? —intervino Aubin Bergeron—, han sido tiempos de caos, nada menos.

—Aún tenemos que ver una intervención del imperio —agregó Emna Laurent, una muy cercana y respetada aprendiz de Aubin—, ya no basta con palabras solamente.

—Han sido casi cinco años —habló luego Charlotte Bergeron, con absoluta calma.

—Un diplomático del León murió, y después un guerrero del Lobo Blanco murió también, entre varias tropas de ambos reinos. Cuatro héroes cayeron en el Umbral del Bosque, y dos volvieron a la vida. Varios de nuestros soldados y muchos del León murieron durante la última batalla, tomamos un prisionero de guerra, y ahora una niña León murió en un duelo contra otra niña del Sol. Locura está cobrando vidas, comenzó en el Umbral del Bosque y avanzó hacia el Reino de la Lechuza —enlistó Armelle, con gran fuerza en su voz, mientras se ponía de pie—, y el Consejo Imperial no ha hecho absolutamente nada.

—El Consejo Imperial estaría más dispuesto a intervenir a su favor si liberaran al señor Kelm —respondió finalmente Dimitri, con la característica calma de su voz inamovible—, como también lo estaría si actuaran para arreglar problemas del pasado, como es la aldea en disputa que el Reino del Ciervo tomó del Reino del Lobo Blanco hace años.

—¿A nuestro favor? —preguntó tranquilamente Adeline Bergeron, sin moverse de su asiento, con la perfecta sonrisa y el perfecto tono de una dama noble, pero hubo más desdén y rencor en su voz de lo imaginable.

—¿Ahora el imperio tiene favoritos? —siguió Aubin.

—¿Nos habla de disputas territoriales anteriores a la actual guerra? —preguntó un anciano de la corte, llamado Darcell Laurent, tan antiguo y experimentado como el mismo Dimitri. Todas las miradas se posaron en él, pues raramente hablaba, y luego pasaron al representante del imperio.

—Fue por disputas como esa que las batallas han... —el noble de ropas doradas comenzó a decir, pero fue interrumpido.

—Guerra, señor Dimitri —habló Charlotte—. Esto no son meras batallas, el imperio ha permitido que estalle una guerra.

—La cual no fue causada por disputas territoriales —volvió a hablar Armelle, ya de pie frente al representante del imperio—, ni tampoco por el asesinato del León a manos de Hakon Finn, o por lo sucedido entre Ariana Renard y Dagna Baldwin. Todo eso podría haber sido evitado si el imperio hubiera actuado como actuaba, por tantos años, mientras duraba la Paz Imperial. La única verdadera causa de la guerra, en que los jóvenes de nuestros reinos están muriendo mientras Locura regresa a invadirnos, es la ineptitud del Consejo Imperial ante la ausencia de un Emperador.

—Durante todos mis años de servicio al Reino del Ciervo, nunca antes vi semejante insolencia —murmuró el anciano, estirando sus doradas mangas.

—Eso es porque nunca dejó los palacios. Evitó muchas peleas, salvó muchas vidas, Gran Maestro de la Paz, mientras otros conocíamos los límites del reino. Mientras usted firmaba tratados, enviaba heraldos y evitaba muertes, yo estaba cazando en nuestros bosques. Conocí la frontera con el Lobo Blanco, estuve ahí con Alissa en ambas ocasiones cuando sucedió un enfrentamiento. Conocí a los artesanos que hacen nuestras flechas, a los constructores que levantan nuestros castillos, a los granjeros que siembran y cosechan nuestra comida. Y ahora sé bien que, de no haber conocido a cada uno de ellos, me habría sido tan fácil renunciar a mi apellido como lo fue para usted.

El silencio cayó en la corte como un trueno. Dimitri Bonham miró impactado a su interlocutora, incapaz de siquiera esbozar una sola palabra. El espadachín que cuidaba la puerta de la corte, Guillian Benoit, se acercó a él, y antes de poder invitarlo a retirarse, el noble ya estaba caminando hacia la puerta.

Fin de la segunda parte del volumen nueve

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