—... Escupo en el imperio, la inquisición y los Leones Ancianos —gruñó furioso Franck Bendig—, que se pudran todos ellos.
Había enormes telarañas entre los árboles más cercanos a su casa, cadáveres repartidos por las cercanías, y su hija no estaba ahí.
—¿Atacará el bosque ahora? —le preguntó el joven Elio Kelm.
—Atacaremos el bosque ahora, mi aprendiz —la voz del maestro fanático no era más que ira, una ira tan ardiente como imparable—. Toma todas las armas que puedas.
Ambos partieron con varios cuchillos enfundados entre sus ropas y armaduras; un escudo atado en su brazo izquierdo, dejando espacio para las garras metálicas, mientras con la misma mano sujetaban algunas lanzas; un par de hachas a la cintura; y un machete en la mano derecha, también acompañando a las garras de fanático.
—Parecemos ejércitos enteros —comentó Elio, calculando el peso que llevaba.
—Lo somos —con esa respuesta de Franck, el peso de todas las cosas ya no importó.
Seguir los rastros de telaraña no fue difícil. Era como si la criatura que los había dejado no tuviera intención alguna de ocultarse. Poco tiempo pasó hasta que los dos fanáticos encontraron un capullo, suspendido en un enorme nido entre varios árboles, con diferentes caminos en la enramada que, seguramente, se conectaban con incontables puntos de los Bosques del Este.
El maestro sólo necesitó un corte para separar al capullo del resto de la telaraña, un movimiento de su brazo para atraparlo, y un gesto de sus garras para abrirlo. Kora, su hija, estaba ahí, aún consciente.
—... Papá...
—Ya está bien, mi pequeña, ya estás a salvo —respondió él, con palabras diferentes a todas las que había dicho antes—. Pronto estarás en casa y nada de esto habrá importado —eran palabras de tranquilidad.
Un chillido se escuchó, una voz de araña aullando como lobo.
—Maestro... —Elio comenzó a hablar, pero Franck lo interrumpió.
—Llévala a casa. Muévete lo más rápido que puedas. Llama a todos los que puedas. A tus compañeros fanáticos, a los sacerdotes, a los Leones Ancianos, a las Lechuzas, a los inquisidores, al imperio, a los espadachines, a los salvajes, a todos y cada uno. Diles lo que viste y envíalos a los Bosques del Este.
—¿Pero...?
—Sí, me quedaré aquí y mataré a esta cosa. Deja tus armas en el suelo, me servirán.
Mientras el silencio conquistaba el lugar, el aprendiz acató las órdenes.
—... Mis hijos... —se quejó esa voz de araña.
—¡¡Ven y repite eso!! —vociferó Franck, con la voz de un león rabioso.
—... ¡Mi hija! —y la criatura saltó hacia él de entre las oscuras hojas.
—No, ¡¡mi hija!! —con un movimiento más rápido que un parpadeo, el fanático tomó una, otra, y una tercera lanza de las que el aprendiz había dejado. Sus lanzamientos fueron perfectos. Los gritos de la infestación resonaron en el bosque y taladraron sus oídos, pero siguió apuntándole un cuarto proyectil.
—¡Toda vida pertenece al creador! ¡Todo hijo me corresponde!
—La vida de Kora no le corresponde a nadie —cuatro lanzas más volaron, y cada una acertó—, ni a su madre Karin, ni a mí —la criatura cayó al suelo desde su tela, y las duras astas de madera se partieron ante su peso—, ¡¡ni mucho menos a ti!!
—Mis... hijos... —la voz de la araña estaba más rota que su cuerpo.
—La infestación termina ahora —el primer puñetazo partió la máscara blanca, con colmillos y varios agujeros como ojos. El segundo conectó el machete contra las dos deformes espinas que formaban su boca. El tercero clavó las garras de acero desde sus dos ojos rojos hasta el otro lado de su cabeza. El cuarto sólo manchó la mano de Franck con más sangre de la que ya tenía.
Fin de la segunda parte del volumen trece
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El Último Relato
Fantasía¿Por qué contamos estas historias? Tantos habitantes de este mundo, tantos años de historia. ¿Solamente estamos llevando registros? ¿Por eso sobreviven nuestras historias? Muchas no tienen final, otras nadie sabe cómo empezaron... pero seguimos cont...