Volumen Tres: Leyendas del Pasado - Primera Parte

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Año 283 Después de la Intervención Divina, cuatro años antes de la muerte del Último Emperador.

—Ya es de noche, Érika —le dijo Burke Erbey, un paladín recién iniciado de sólo catorce años, a su pequeña hermana de diez, mientras miraba el cielo desde la ventana—, debes dormir.

—Aún es temprano —respondió la niña, con una educación sobresaliente para su edad, sentada elegantemente en su cama.

—Es el tiempo del año en que los días duran menos, y las noches más —dijo el joven, cerrando las cortinas del cuarto de su hermanita.

—¿El sol se oculta más temprano?

—El sol nunca se oculta —respondió Burke con una sonrisa—. A veces no lo vemos, pero siempre está ahí, brillando alto —la pequeña lo miró con curiosidad, y él supo que no se dormiría. No por sí sola—. ¿Te han contado la historia de los dos hermanos que combatieron la Locura en las montañas del sur?

—No —los ojos de Érika se iluminaron.

—Sucedió hace mucho tiempo, poco después de que nuestro reino se hubiera convertido en el Imperio del Sol. Locura aún era una amenaza, se extendía por las tierras del Sol y más allá, donde hoy existen los otros reinos. Los tocados por Locura se transformaban, eran más fuertes, resistentes, rápidos, peligrosos. En algunos, la Locura era más poderosa que en otros, y en los peores casos, los ojos del tocado brillaban rojos como la sangre. Algunos casi eran monstruos, y otros lo eran del todo —"es una niña valiente" pensó Burke al tomarse una pausa en la narración, viendo que su hermanita apenas se inmutaba, "otros a su edad estarían escondidos bajo las sábanas"—. Los paladines y sacerdotes del Imperio del Sol no iban a dejar que los tocados por Locura siguieran fortaleciéndose, debían eliminar la amenaza lo antes posible, o el caos se apoderaría de Creación. La misión fue de dos hermanos, un joven paladín el menor, y un gran sacerdote el mayor. Viajaron a las montañas del sur, tierras que hoy pertenecen a las Lechuzas, preparados para las feroces batallas que deberían librar. Feroces y muchas. Los tocados por Locura eran más de los que habían esperado, pero eso no los desanimó. Como el sol, no dejaron de brillar. Por tres días, no dejaron de brillar, no dejaron de luchar. La oscuridad de la noche era más oscura que nunca al pelear contra los tocados por Locura, pero la espada del paladín podía cortar las mismas sombras, como un rayo de luz solar convertido en acero. Muchos de los tocados por Locura tenían ojos rojos, y eran como un segundo ejército de estrellas durante la noche, mezclándose las rojas y las blancas. Los gritos de guerra en nombre del imperio y del Justo Sol apenas se escuchaban entre los rugidos bestiales y las palabras sin sentido de los tocados, que se lanzaban al combate como animales enfurecidos. Tenían una fuerza increíble, se movían rápido, y resistían muchísimas heridas antes de caer, pero los hechizos de fuego y luz del sacerdote eran poderosos y, trabajando juntos, los dos hermanos lograban destruir a sus enemigos. Como pasa en toda gran batalla, al final estaban en pie sólo los mejores. Cuando terminaba el tercer día, bajo un cielo oscuro, quedaban los últimos tocados por Locura. Con su fuerza inhumana, peleaban con trozos de madera tan pesados como caballos y tan duros como roca. La sombra los cubría tanto que el paladín y su hermano sacerdote apenas podían ver, mientras sus enemigos de ojos rojos se acercaban, blandiendo sus temibles maderos como si fueran mazas... —de pronto la niña Érika lo interrumpió.

—Pero hermano, dijiste que la espada del joven paladín podía cortar las mismas sombras.

—Pones mucha atención —le respondió Burke, sonriendo—, y eso fue lo que pasó. Cuando los pasos del enemigo se escuchaban casi encima de ellos, el sacerdote comenzó a preparar uno de sus hechizos más poderosos, y el joven paladín lanzo un terrible corte a las sombras, revelando a sus enemigos con ojos como esferas de sangre —el muchacho se puso de pie—. Pudiéndolos ver, el sacerdote los envolvió en una enorme bola de fuego. Muchos fueron fulminados, y antes de que los últimos sobrevivientes pudieran contraatacar, el paladín se lanzó contra ellos —Burke llevó su mano derecha a su cadera y desenvainó una hoja imaginaria—, blandiendo su brillante espada y acabándolos con gran habilidad, luchando como sólo un paladín del Sol es capaz —terminó, mientras repetía algunos de los movimientos de esgrima que le habían enseñado.

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