II

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Luces.

Todo siempre habían sido luces.

Desde el resplandor que acompañaba los suspiros velados del primer llanto.

La llegada a la tierra era luz. Le llamaban "alumbramiento" por una costumbre tan arraigada como el respirar, por una razón que con los años se comprendía sin dejar de sorprender. Curiosidades de una especie tan apagada y oscurecida.

Los años de guerra habían dejado consumida a la humanidad, reducida casi a cenizas. Aún sorprendían a los historiadores aquellas cifras: Habíamos llegado a los ocho mil millones al día que los hongos radioactivos comenzaron a surgir del suelo.

Nadie quiso escribir aquellas páginas manchadas de sangre, aquellas narraciones desgarradoras que hablaban sobre como los cadáveres se acumulaban a las orillas de cada ciudad conocida. Hasta que quedaron pocos, hasta que finalmente se hicieron sordos a los gritos, al llanto y la desesperación. Y así, pacientes, todos se resignaron a un final que nunca llegó.

Los médicos teorizaban la pérdida de la audición con una relación directa de las ondas expansivas de las explosiones de los siglos anteriores que culminaron con la mutación genética hasta lograr la sordera absoluta de toda la población mundial.

Los historiadores casi concordaban. Pero los artistas decían que todo era un poema. El mundo se había quedado sordo por interés, por el gusto propio de ignorar la tristeza.

Idonne estaba de acuerdo.

Desde que el mundo se había quedado sordo, la música era solo una página mal escrita sobre cinco renglones y compases comprensibles. Pero lo único que quedaba era la luz.

La flecha destellante dentro de la cápsula que le indicaba que había llegado a su destino. El calor en rojo repentino que se alertaba para despertarle en caso de que hubiese perdido la noción del tiempo en el trayecto.

También quedaba el silencio. Fúnebre, de un presagio. El silencio nunca se había sentido tan profundo en sus hombros. Estaba segura de que aquello era su culpa. Arrastró los pies uno detrás de otro, sin sentir a donde le llevaban.

Dejó las palabras brotar de sus manos sin mirar a nadie a los ojos, esperando que sus lágrimas no se arrojaran al abismo al final de su rostro, al menos hasta que el dique se rompiera.

Cuando estuvo en la sala de espera miró a su alrededor, con los sentidos entumecidos. Buscó un rincón sobre la alfombra. El vuelo saldría pronto, pero le daría el tiempo suficiente para llorar con las rodillas a la altura del pecho, envolviendo su roto corazón.

Podría ser un error todo aquello. El CID a veces tenía fallas técnicas que daban al dueño como fallecido, pero era demasiado pedirle al universo. Podía llorar en secreto mientras el agua se metía en los pequeños surcos de su rostro.

Podía maldecir apretando los dientes, golpearse el pecho, suspirar y volver a levantarse. Secarse las mejillas y aplicarse de nuevo el maquillaje. Limpiarse el rubor de las mangas de su suéter y sonreír a la azafata al pasar el comunicador por la planta lectora antes de abordar el avión.

Una clase de fuego se expandía dentro de su corazón.

Aunque nadie le viera, con una simple ojeada vería entre sus labios dibujadas las buenas malas intenciones. Había escrito a base de puntos y rayas lo siguiente:

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Dia 16, hoy Gavin ha muerto. Voy en vuelo a Eslovenia, o quizás no.

Y en esa última frase estaba toda la verdad.

Mientras las últimas luces del atardecer se extinguían bajo sus pies a miles de kilómetros por encima del suelo, Idonne imaginaba un mundo mejor en sus sueños, bailando al compás de canciones que jamás había oído.

Suspirando la risa de la única luz en su vida que se acababa de extinguir.

Siempre había luces, incluso antes del último suspiro.

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora