IV

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El memorial de Notre Dame era casi tan impresionante como alguna vez lo fueron sus torres, y aun así no quedaba nada más que despojos holográficos de la belleza de aquellas paredes antiquísimas que relataban una historia de fe.

Tras los últimos bombardeos, poco o nada quedó en pie, incluyendo la fracturada esperanza de quienes aun creían oír la voz de Dios en sus cantares. Cuando todo acabó, también quedaron sordos a la voz de sus anhelos más irracionales. Estaban solos, desprotegidos en contra de su peor enemigo: Ellos mismos.

Finalmente las iglesias también cayeron. La magnificencia de los recintos cayó con la afluencia de los fieles hasta que fueron conservadas solo las imágenes proyectadas frente a cúpulas gigantes de cristal templado, estructuras que cubrían el suelo de la bóveda celeste, como queriendo cerrar los ojos del pasado.

Irónicamente, se convirtieron en posibles refugios para una cuarta guerra que jamás había llegado y con los años se limitaron a ser museos de historia de esos tiempos que nadie debería de repetir jamás.



Idonne llegó a los pies de aquella construcción de pixeles encogida sobre su regazo, con los brazos rodeando su pecho y a duras penas tratando de calentar su incertidumbre.

Los mensajes no paraban de llegar y ella aun no reunía el valor suficiente para responderle a su madre, cuya enfermedad pronto acabaría con sus recuerdos. Con un pie tras el otro y la mirada perdida en el infinito atravesó las puertas del lugar.

Desde dentro uno solo podía admirar la cúpula con escenas suavizadas de la guerra a modo de documental para los más pequeños, que cada día eran menos. Y cada día miraban menos hacia arriba.

—Perdón —bajó la vista del cielo tras chocarse con un hombre de su edad— Disculpa, no me di cuenta que...

El extraño le interrumpió con una sonrisa amable.

—No hace falta que pidas disculpas, éramos dos los distraídos —extendió su mano— ¿Cuál es tu nombre? —terminó con la otra en el aire.

Ella intercambió miradas entre el saludo inconcluso y el cabello rubio enmarañado del parisino.

—Clara, soy de América —respondió con una pizca de nerviosismo— ¿tú?

—¡Turista! —el hombre se enderezó con gesto de sorpresa. Era mucho más alto de lo que parecía a simple vista— Disculpa que me emocione, ¿Ya hay alguien que te lleve por la ciudad? Mi nombre es Stephan.

Aún le quedaban más de ocho horas para visitar la ciudad. Apretó las manos sobre el regazo en un gesto de aplacar las ganas de llorar que comenzaban a inundarle una y otra vez desde que el CID de Gavin se había apagado para siempre. El más mínimo gesto de bondad le estrujaba el alma.

Asintió con la cabeza con toda la fuerza de voluntad de la que pudo hacer acopio.

—¿Segura? —Stephan extendió su mano a por la de ella— ¿Te pasa algo?

Se alejó corriendo segura de que algo malo sucedería en cuanto él rozó su piel. Su rostro parecía un poema, petrificado a mitad de la cúpula que contaba historias de lucha, ninguna tan intensa como su debate sobre salir corriendo o ignorar a la nueva loca de Notre Dame.

Cegado a la razón, siguió los pasos de ella hasta la entrada para chocar de frente con una cara enrojecida por el llanto.

Tomó su barbilla alzándola hacia él, perdido en los ojos color miel que de alguna extraña manera le habían cautivado.

—¿Está todo bien? —ella negó— ¿quieres contarme algo?

—Sí.

—¿Puedes hacerlo aquí?

Incapaz de volver la mirada, tomó la mano de Stephan dibujando

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—Vamos a mi casa —respondió.

Una cápsula amarilla paró frente a ellos alejándose por el cauce del Sena, anunciando otro día

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora