IX

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Se despertó con el resplandor anaranjado de un amanecer en Catzala. Añoró estar ahí una vez más, esperando que todo fuera una simple confusión. Sin embargo, su CID marcaba otras necesidades, mucho más importantes que sus deseos infantiles.

Ese día tenia de marca ir a Verona, el último lugar que habían recorrido, tan solo por la curiosidad de encontrar a su amigo vagando por el aeropuerto o las cercanías, esperando que el mensaje urgente de reconocimiento desapareciera.

Los cuerpos cuyas funciones vitales se borraban del CID, eran recogidos por un grupo especial de guardias que se encargaban de dictaminar las causas de la muerte y enviar un acta a todos aquellos familiares vinculados al brazalete del fallecido, así como la transferencia de todos sus bienes, puntos de civil y posesiones.

Idonne había recibido el suyo aquella mañana. Era la única heredera de los bienes de Gavin, y esperaba que sus padres no obtuvieran nunca la confirmación del deceso. Se echó a llorar en cuanto puso un pie afuera del vestíbulo, donde gente real la miraba con confusión y una pizca de interés.

—Sabes que no me va a pasar nada nunca, ¿verdad?

—No lo sé, Gavin. Me tiene demasiado mal todo este asunto. ¿No crees que será mejor volver a casa?

—Despertaría demasiadas sospechas. Además, queremos aprender de esto. Ten por seguro que no es tan malo como parece.

—Quisiera poder entenderte —se cruzó de brazos un segundo para volver a la conversación— por favor, no le digas nada a mis padres.

—Si eso quisiera, ya lo hubiera hecho, querida. No soy tan insensato —alzó una ceja—. Impulsivo e increíblemente guapo, pero no menos inteligente que tú.

—Espero que algún día dejes de creer tantas mentiras sobre ti —le propinó un golpe en el hombro— ¿Y ahora?

—Ahora cuéntame, ¿cuántos días llevamos de expedición y qué hemos descubierto?

Idonne desplegó de su muñeca un mapa con la ruta que debían seguir en los próximos días, con los pasos que ya habían cubierto y suspiró.

—Llevas tres días escuchando. Vamos a Florencia, y no he logrado entender nada. ¿De verdad "escuchas"? —preguntó Idonne con incredulidad.

—¿Qué crees tú que es?

—No lo sé. Es decir, los oídos están para eso, canales, tímpanos. ¿Los nervios son los que no funcionan? ¿El cerebro? No entiendo nada.

—Ni yo lo hago. Solo puedo decirte que las hojas en el suelo son rígidas, y suaves. Se quiebran como el papel. Tú sabes lo que es eso, ¿verdad?

—¿Quién quiebra papel, Gavin? —sonrió, incapaz de entender si una risa serviría— es una antigüedad.

—Como oír, y eso nadie lo recuerda.

—No Gavin, pero puedes explicarme.

Ambos estaban en una cabina. Llegarían en poco menos de tres horas a la ciudad de Florencia. Sus mochilas ocupaban poco más de la mitad del espacio que compartían, y sin embargo, se sentían libres de conversar. Las vigilantes de la cápsula estaban apagadas, y aunque Idonne no lo sabía, se cantaban viejas historias de amor en las cuerdas de una guitarra en un idioma que también había sido olvidado.

—Aquí, adentro. ¿Sientes el suelo? —tomó la mano de la chica entre las suyas, pasando los dedos medio e índice con rapidez sobre su palma— se escucha... ¿rápido? Como la piel, un tono bajo, como el viento.

—¡No entiendo nada!

Gavin bajó la mirada, con las manos en su regazo. Se fue agachando poco a poco hasta hacerse un ovillo. Idonne no preguntó, no soportaría verle llorar.

Permanecieron sin decirse nada durante algunos minutos, hasta que ella comenzó a sentir algunos pulsos sobre su pierna, dibujados con el dedo de su mejor amigo.

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—Por favor, pon tu mano en los auriculares.

Ella obedeció sin mirarle de frente. Cerró los ojos y dejó que la música subiera por sus dedos.

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—¿Lo sientes? —preguntó él.

Idonne asintió.

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—Es metal. No entiendo nada, pero es precioso. ¿Qué piensas tú?


El resto del viaje se limitaron a escuchar. Entender aquella sensación primitiva de nunca estar vacío, esa ligera certeza de que el viento tenía cosas para decir más allá del frío en el rostro. Encontraron otra forma de erizarse piel, justo antes de soñar con palabras que jamás habían entendido.

Sonrió al recordar la escena, seguido de su escalofriante encuentro con el loco del aeropuerto. Era un indigente, probablemente un enfermo mental que no se había rehabilitado de las drogas. El gobierno no les ponía ni una pizca de importancia, ya que eran borrados del sistema al desaparecer de los registros de personas "indeseables"

Eran poco menos que animales perdidos, que sobrevivían gracias a las limosnas y una que otra bondad de personas más consideradas. Eran pequeños grupos, pero estaban repartidos por todo el globo. Probablemente habrían escapado de los campos de concentración, pero a nadie le importaba su historia. Solo se sabía que a sus barrios y callejones no podrías entrar, escondidos entre los escombros de la vista de las personas corrientes.

Eran unos pocos, y se contaba casi con toda certeza entre los pocos noticieros que escribían sobre aquellos, que cada día eran menos.

Aquel hombre tenía la vista perdida. Parecía no haberse limpiado en años, y su olor era penetrante. Había alarmado a Idonne cuando lo vieron de lejos, frente a las puertas de recibidor. Lo habrían sacado varias veces ya del aeropuerto de Verona, pero su expresión de locura era lo que le había perturbado, absorbiendo su atención por completo.

Miraba de lado a lado, atento a cualquiera que se le acercase. Parecía predecir los movimientos de todos aquellos que pasaban a su lado. Habría la boca como un animal malherido, una y otra vez, como asfixiándose. Gavin encogió los hombros al pasar a su lado, haciendo una mueca dolorosa.

Idonne creyó que su amigo le había oído.

Y el loco también los había oído a ellos. 

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora