XLIII

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Su madre tenía esa clase de ojos en los que podía perderse.

No era solo ella. Tenía un halo de bondad que la rodeaba. Idonne comenzó a creer en los santos desde la primera vez que la había visto tejer cuando tuvo consciencia. Siempre quiso saber cómo es que su voz sonaba, cuando el simple latido de su corazón le tranquilizaba en las noches en las que los relámpagos le mantenían despierta.

Tenía miedo de olvidar aquella sensación en el oído, que, sordo, podía sentir el palpitar de la sangre que ella misma llevaba en las venas y que conocía casi a la perfección desde su infancia.

Tenía miedo de olvidar, como su madre había olvidado, la sorpresa en su rostro cada vez que su padre llegaba con una de aquellas cajas de galletas de cocoa que a ella le encantaban. Como pasaban las horas del verano bajo la sombra de alguno de aquellos árboles que ella misma había plantado, uno por cada año, hasta que olvidó que debían de seguir siendo regados, o se marchitaban.

Desde entonces las flores no crecían en su jardín, pero Idonne podía soñar con cosas menos duras de entender, como aquellos primeros pasos que ella sostuvo, como las primeras palabras que comprendio, a pesar de la dificultad con sus pequeños dedos, siempre estaba la sonrisa fácil de su madre diciendo que todo iba a estar bien.

La extrañaría demasiado, tanto que decidía seguir cerrando los ojos ante el resplandor anaranjado que la había despegado de los brazos de la mujer que le había dado la vida. Decidió seguir fingiendo que no sentía las lágrimas correr por sus mejillas a pesar de que a esas alturas, los que estuvieran a su alrededor ya habrían notado su ceño fruncido, tensado, ante la posibilidad de perder aquellos últimos minutos que le quedaban.

Ya había perdido demasiado, mucho más de lo que ella misma creía capaz de soportar, pero finalmente abrió los ojos, encontrándose con clara y un equeño trapo de seda que estaba pasando por su rostro menos hinchado que la noche anterior.

Las heridas desaparecían con rapidez con esas máquinas que tenían, casi que la joven estuvo a punto de pedir una para llevarla al hospital, pero se detuvo en el acto, incluso antes de preguntar la hora.

—¿Cómo estás?

La joven se sorprendió. Apretó los labios, sin contestar, secando sus lágrimas con la mayor de las atenciones. Idonne separó su mano para erguirse. Lo consiguió demasiado fácil, tanto que esperó el mareo que nunca llegó. Estaba mucho mejor, pero no estaba lista para irse.

—¿Por qué te has quedado durante la noche? —volvió a preguntar, sin obtener respuesta. Vio como la chica se levantaba de su asiento con una sonrisa triste y cansada. Idonne la detuvo por la muñeca.

—¿Clara?

—¿Y si te pido que te quedes? —respondió con lágrimas en los ojos, soltándose del agarre que la mantenía en el suelo.

—¿Por qué deberías hacerlo? Sabes que no puedo

—Te necesito. Por favor.

—¿De qué hablas?

—Se van a enterar —la muchacha estaba muy asustada. Sus ojos claros estaban abiertos en una mueca de horror.

—¿Clara?

—Fui yo quien arregló todo.

Idonne llevó las manos a su rostro, esperando que la joven se recompusiera. Tenía que haber una explicación mucho más sensata ante todo lo que le había sucedido ahí dentro, y ahora la tenía, aunque no era la manera de la que esperaba.

—Necesitaba conseguir más información de Alegría. Yo le pedí que te diera esa identificación para que pudieras llegar. Borré los registros antes de que llegaras para que no pudieras ver las conversaciones.

—¿Por qué me mentiste?

—Tú sí sabías que preguntas hacer —rompió a llorar. Entre gestos trataba de limpiarse la nariz, sacudirse las lágrimas de la cara. Estaba asustada.

—¿Qué es lo que sabes?

—Menos que tú.

—No me harás volver a mi casa con las manos vacías.

—Es lo que tenemos, Idonne. Lo siento.

—Me usaste —estaba enojada. El dolor había pasado por completo. Estaba confundida. De nuevo, había confiado un poco demasiado.

—No lo digas así.

—¿Qué más fue si no?

Clara no supo responder, ni siquiera fue capaz de sostenerle la mirada, aunque Idonne le levantara el rostro de la barbilla, que estaba inundada en lágrimas.

—Mírame —le tocó a la altura del pecho, señalando de vuelta a sus ojos— ¿Para qué quieres que me quede?

—Podemos encontrar una cura.

—Ni siquiera sabemos lo que lo ha causado, nadie lo sabe. Esto nos ha superado.

—Tengo miedo, Idonne.

—¿Tú escuchas?

—No. César.

—¿Ya no?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó la chica confundida, acercándose a ella peligrosamente.

—Solo lo supuse.

—¿También tienes miedo?

—Nunca he dejado de tenerlo.

Se puso de pie, arreglando su cabello en una coleta alta que terminó de arreglar con uno de aquellos lazos que se deshacían con un toque, tratando de ignorar que Clara no se había ido de la habitación, hasta que sintió su mano correr por su cintura.

—Dime que volverás.

—Yo no sé mentir, Clara. 

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora