XXXVII

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Idonne llevaba algunos minutos caminando por la acera sin sentir que nadie la siguiera, aunque constantemente volvía el rostro para verificar que alguien había salido de la cúpula.

Nada estaba pasando. La ciudad era incluso más tranquila de noche, sabiendo que todos los habitantes del pueblo estaban dormidos, era casi imposible que algún guardia humano merodeara las calles después de la media noche, aunque a la joven le preocupaban más aquellos pequeños ojos esparcidos en los rincones más oscuros.

Siguió andando, viendo como aparecían detrás de ella, doblando la esquina de la última calle que había pasado, la gemela silenciosa al lado del padre de Xavier. Un hombre entrando en la cuarta década de la vida, de nombre Paul. Estaba cabizbajo. Llevaba cargando a hombros gran parte de sus pertenencias, y detrás de él iba una de aquellas maletas como la de Idonne, pero de muchísimo mayor tamaño, cargando con todas las provisiones que debían ser intercambiadas en la base.

Al otro lado de la calle, sin dirigirse la mirada, aparecieron las otras dos mujeres. Allie y Bernardie, a quien llamaban Bia. Ambas iban con el rostro igual o más apagado que la otra pareja. Sabían que era la primera y última vez que andaban esos pasos.

La ceremonia de despedida del día había sido inusualmente larga, sobrepasando los minutos habituales del ritual. El Supremo había elegido a Cesar, el chico de ojos penetrantes en el que Idonne no dejaba de pensar.

Se habían hecho despedidas, y los padres de Xavier habían llorado, con gran parte de la comunidad haciendo una columna para ellos en señal de agradecimiento. Tenían un concepto extraño sobre la discontinuidad de la vida afuera de aquel sitio.

Parecía una clase de funeral que se celebraba, siendo capaces de hablar por última vez con un par de muertos. Idonne seguía pensando en todo aquello, captando con el rabillo del ojo los movimientos inusuales sobre su pasarela.

Una ave había volado por encima de ella, de manera tan natural que se había sentido capaz de ignorarla, creyendo que no habría nada oculto en ella.

El camino comenzó a hacerse más difícil después de una hora, aunque sabía que cada paso estabna mas cerca, la poca iluminación por la que andaban sus pasos era el mayor de sus problemas.

En aquellos callejones y caminos medianamente trazados entre la maleza que atravesaba el espacio entre ciudades les estaba comenzando a cansar. Se habían quedado rezagados en varias oportunidades, atorando las ruedas de los carros automáticos que cargaban sus pertenencias, así como el peso a cuestas que tenían que llevar cuando el camino se fue empinando.

En aquel sitio, cubiertos por el resguardo del bosque creciente, Idonne se deshizo de los protocolos sin obtener resistencia alguna de sus acompañantes. Los esperó cerca de una hondonada donde había espacio suficiente para respirar y contar lo sucedido.

Estaban cerca del puente que cruzaba por encima de un rio peligroso. Ahí tendrían que andar con cuidado, ya que había sido construido con materiales reciclados. No era el puente que se utilizaba para las cápsulas, con el miedo de ser avistados por los guardias que estaban ahí durante aquella noche.

Les habían entregado un par de mirillas telescópicas con las que alcanzaban a mirar el cauce del rio, y dentro de las casetas a cada lado del puente, un guardia humano y dos pares de cámaras de calor.

Sería imposible cruzar por la via normal sin ser identificados.

El rodeo les añadía más de treinta minutos a su camino, pero no importaba. La base se encontraría a menos de diez minutos después del otro lado del rio. Cuando estuvieron reunidos, Idonne se dio cuenta que poco o nada podía hacer para que sus inquietudes se calmaran. La gemela había estado llorando, y notó como es que había sostenido el llanto mordiéndose los labios, al grado que los tenía enrojecidos. Quizá sangrando.

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora