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A pesar de las sospechas por la latitud a la que Idonne estaba acostumbrada, el atardecer se demoraría algo más de lo que pensaba. Las más de ocho horas de vuelo la habían dejado mareada.

Creía estar navegando en un estanque lleno de peces de colores flotando en el aire a su alrededor. Estaba perdida, atemorizada. Ausente de su cuerpo dentro de la casa de un completo desconocido cuyo nombre aún no terminaba de recordar.

Él, en cambio, le miraba desde el suelo en la esquina de la habitación, con las manos juguetonas revolviéndose en su regazo dedicándole desde el rabillo del ojo toda la atención posible sin llegar a parecer un acosador. Era lo que menos intentaba, aunque la inquietud que le causaba la mente de la mujer sobre su cama le mantenía con los dedos apretados y la lengua entre los dientes.

Ella no le había dirigido la palabra desde que habían llegado al apartamento. Se había limitado a llorar apretada contra su pecho, y él con la mano en su cabello, como acariciando a un animal malherido, decidió suspirar.

-Stephen.

Él se acercó con cautela al verle dibujar su nombre en el aire.

-Veo que finalmente lo aprendiste -sonrió.

-¿No me equivoqué? -ella cerró los ojos con una sonrisa de satisfacción- ¿Puedes decirme la hora?

-Siete de la tarde. Has pasado aquí cuatro horas, Clara.

Se incorporó alarmada.

-Mientes.

-Míralo tú misma -señaló al reloj de pared sobre su cabeza.

A diferencia de lo que Stephen creía, la chica suspiró. Recostó su cabeza sobre la almohada y le hizo un gesto con la mano para que se acercara.

-¿Por qué te alejas de mí? -preguntó.

-No te conozco lo suficiente, solo quería ofrecerte apoyo. Y aun no sé si te sirve de algo o alguien va a entrar en cualquier momento por la puerta a secuestrarme.

La cara de horror de Clara hizo brotar de sus labios un gesto de ironía.

-Es broma, mujer.

-¿Hablas en serio? -ella le tomó del brazo con fuerza, marcando las uñas en la blanca piel del chico -no me mientas con eso. ¿Te he contado algo?

Stephen frunció el ceño. Aquello no le hacía gracia en lo absoluto.

Ella le hizo una seña para que mantuviera las manos quietas. Comenzó a escribir en puntos y rayas sobre su muslo.

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-Asiente con la cabeza si entiendes lo que digo, no muevas las manos.

Él movió la cabeza en afirmación.

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-¿Tienes vigilantes?

De nuevo, una afirmación.

Ella maldijo con los ojos mirando a cada punto a su alrededor. Ahí estaban, aquellas pequeñas cajas que cuidaban cada movimiento mal hecho, cada palabra mal dicha.

Se alejó de él con cautela pidiéndole no hacer ningún movimiento, saliendo de la visión de las cajas hasta el interruptor que todas guardaban en la misma esquina debajo del conector de CID de cada persona en el mundo. Cuando la luz titilante en cada ojo finalmente desapareció, ella se dejó caer en el suelo hecha un ovillo.

Stephen se acercó con las manos al frente, en señal de tregua.

-¿Quieres saber qué es lo que pasa? -le preguntó Idonne en frenesí, con los ojos abiertos fuera de sí.

Después de un par de segundos eternos hechos en mármol, decidió asentir.

-Probablemente tú también corras peligro, pero dime... ¿sabes lo que es escuchar?, mi nombre es Idonne, y alguien tiene a mi mejor amigo.

El color abandonó su rostro. No lo sabía, pero algo en su pecho le avisaba que nada a partir de ahí iría bien.

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora