XLV

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Volvieron a la casa algunas horas después de que el cuerpo de su madre fuese levantado. Como todas aquellas veces en las que alguien moría, después de enviada la señal, un equipo especial recogía los restos. Quedaba a decisión de la familia directa, si es que se encontraba en el lugar, sobre el hecho de decidir estar en el proceso de entierro.

Habían dicho que sí, casi sin ganas. Con un nudo en la garganta.

Idonne seguía sorprendida del rápido deterioro de su madre, desde los días anteriores caminando durante horas y en ese momento... nada. La sensación de estar soñando, completamente por encima de todo lo que sucedía a su alrededor.

Notaba que su padre tampoco era capaz de recomponerse. Apenas había levantado la mirada en cuanto entraron a la cápsula que los llevaba de vuelta a casa.

—¿Quieres irte a vivir conmigo?

—No es necesario, princesa —respondió después de secarse las lágrimas de los ojos— veré qué puedo hacer.

—Aun estás bien para ir a una de esas casas. No me digas que quieres estar solo.

—No estoy solo.

No entendió a lo que se refería, así que prefirió dejarlo continuar.

—No estoy solo, ¿sabes? —miró por la ventana. Después bajó los ojos hacia el dispositivo en su muñeca y checó la hora. Les quedaba algo de tiempo antes de llegar—. Todos los días, por la mañana, le contaba ese cuento que escribiste en la memoria del CID de tu madre cuando tenías once.

>>Nunca terminé de entenderlo, ¿sabes? Pero a ella le encantaba. A veces, al final del cuento, cuando hablas de la ardilla que se va y no quiere volver, tu madre me decía mi nombre. Creía que por aquellos pequeños segundos tú la traías a mí. Y estábamos juntos

El hombre le tomó de la mano, le dio un beso en la mejilla y otro en la frente. Idonne notó el calor inundar sus mejillas, y la sensación sofocante de un nudo creciendo en la garganta que no hacía nada por ayudarle. Tenía miedo, no había nada que fuera peor que aquello. Estaba casi completamente segura.

Al llegar a la casa, Idonne decidió no mirar a la mecedora que a su madre le encantaba, en sus detalles de cristal desgastado sobre el granito. Cubierta de telarañas que ningun animalillo podría ser capaz de igualar. Aquel lugar no cambiaria.

Cuando cruzó la puerta por primera vez desde su llegada a la ciudad, se dio cuenta a lo que se refería su padre. Ella estaba por todos lados.

En aquellas migas de pan sobre la alacena. En el azúcar mezclado con la sal dentro de la pequeña taza de porcelana. En los vasos rotos que su padre había cuidado en un cajón con seguro, esperando que la curiosidad infantil que cada día ocupaba más espacio en su cerebro no le jugara una mala pasada. La cuidaba de su misma, con aquellas esquinas recubiertas de cualquier material que se encontrase, con bolitas de tela, cauchos y esponjas.

Ninguna de las puertas tenía llave, ni forma de cerrarse. Todas habían pasado a ser deslizables, sin forma de asegurarse, con todos los bordes redondeados.

Los cuchillos habían sido celosamente guardados detrás de un muñeco con cara de payaso, uno de que la asustaría tanto que mantendría a raya sus ganas de tocar el brillo del metal afilado.

Idonne también anduvo por su vestidor, ese que estaba al lado del de su padre, en la vieja sala que habían acondicionado para que ella durmiera allí con toda seguridad, sin esperar que se asustara por las noches al ver al extraño en el que su esposo se había convertido, compartir la cama con ella.

Fue directo a sus zapatos, acomodados sobre la pequeña base de metal giratoria que se había detenido en el mismo par de pantuflas grises que soltaban su contenido por cualquier espacio que no estuviese lo suficientemente sucio para que se notara.

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora