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Llegó a Verona justo antes del mediodía. La ciudad era tranquila, aun más de lo que se mostraba en las imágenes congeladas del CID que mostraban una guía de los lugares más representativos. 

Después de la guerra, era una de las pocas ciudades en el mundo que habían quedado detenidas en el tiempo, sin rastros de las balas, de las explosiones ni del fuego. Poco a poco el mundo se fue vaciando hasta dejar grandes elefantes blancos como aquel de recuerdo. Idonne comenzó a vagar por la plaza que daba al lado del antiguo anfiteatro, casi completamente derruido, completado a partes por otra de aquellas cúpulas holográficas que preservaban los recuerdos.

Idonne suspiró. El tiempo que había pasado en Verona con Gavin había sido menos del que esperaban y entonces supo que no lo encontraría. Sabía que no estaba vivo y esa realidad le golpeó de lleno en el pecho al pararse entre la gente, sintiendo pasar a cada una de aquellas personas que quizá estaban tan perdidas como ella.

O quizá no. Quizá la tragedia no los había tocado, al menos no lo suficiente como para prestarle atención, salvo un pequeño niño que corría descalzo por la plaza. Descalzo como el hombre al que recordaba con total claridad.

El niño notó que le había visto, corriendo a toda velocidad hacia uno de los callejones desolados escondidos frente a todo el mundo. Ella no podía dejar que huyera de su alcance, así que se lanzó en su búsqueda.

Aquel niño pertenecía al grupo de los desolados. Algunos se atrevían a salir a la luz del día en las ciudades donde los turistas confluían para pedir alguna limosna, aunque rápidamente se les levantara de las calles. No tenían identidad alguna, ni un brazalete que los identificara. Estaban solos contra el mundo.

Idonne solía preguntarse las ventajas de no ser permanentemente vigilado.

Pero en aquel momento solo pudo obedecer a sus pies, que saltaban esquivando a los transeúntes que poco a poco se convertían en una masa andante que le afectaba la movilidad. Hizo algunas señas de disculpa al tropezar, perdiendo de vista al pequeño.

Sabía que huía de ella con conocimiento de causa. Si un ciudadano de clase A pedía un registro a algún desolado, lo más probable sería que este acabara en un campo de concentración, con un chip de rastreo y una reintegración que jamás se completaba. Había una clase de chispa de locura en los que conocían las increíbles consecuencias de la libertad.

Casi había perdido la esperanza de volverlo a encontrar cuando la pared en la que se posó para recobrar el aliento comenzó a desdibujarse frente a sus ojos. Ahí estaba su entrada, su única esperanza.

Entró cerrando los ojos, con las manos bien en alto para que nadie le hiciera daño. Estaba buscando algo, y tenía algo para dar a cambio.

Un grupo de gente se le acercó con curiosidad, apartando a los niños a sus espaldas. En menos de lo que pudo respirar tres veces, había alrededor de seis mujeres haciendo un semicírculo en torno a ella. Contuvo la respiración, tanto por el aspecto que tenían como por la posibilidad de no volver a hacerlo.

—¿Qué vienes a hacer aquí? —preguntó la más joven de ellas, de pie justo al frente de ella.

Comenzó a bajar las manos lentamente y abrió su información. Tenía la ubicación desactivada y no tenía marcas de rastreo en su mapa. Notó como todas las personas a su alrededor soltaron un suspiro de alivio. Ella copió el gesto.

—No vengo a hacerles mal. Estoy buscando a alguien...

—¿Qué buscas? —agregó una mujer un poco mayor a su derecha.

—¿Alguien se perdió recientemente? Hace unos días, alguien de... ustedes, estuvo en el aeropuerto.

Varios rostros se miraron con preocupación. Idonne esperó a que sus preguntas fueran respondidas, viendo al niño que había seguido entre la multitud esconderse detrás de otros aun mayores, dispuestos en un círculo al fondo del callejón.

—¿Qué sabes de él? —finalmente añadió la chica frente a Idonne.

—Lo vi... perdido.

—Se había vuelto loco. No hay nada que investigar —respondió con la ira marcada en sus facciones— ahora vete, y no vuelvas.

—Solo quiero saber qué le ha pasado. ¿Lo mandaron a reintegración? ¿Saben qué tenía?

—Le dolía la cabeza. Creía que se estaba volviendo loco, te lo digo. Vete, antes de que te hagamos daño.

Los hombres comenzaron a salir de algunas paredes, haciendo que las raíces de las proyecciones se tambalearan, como reflejos en el agua. Idonne supo que todo aquello no era más que una ilusión, escondidos y a la vista de todos al mismo tiempo.

—Puedo apagar mi CID si lo desean, estoy buscando a mi amigo. Tal vez yo pueda saber qué le ha pasado al suyo.

—¿Tienes algo para darnos?

Idonne asintió.

—¿Qué necesitan? Soy A.

—Comida, y un médico. 

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora