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La antena.

Recordó el gran complejo al que había llegado con su pequeña compañía de Münich, el lugar donde todo había comenzado. Era fácil comenzar a unir los cabos tratando de cofniar en ambos lados de la balanza, y aunque no tuviese otra opción, comenzó a desvelar todas las cosas que sabía sobre la organización sin que le fuera pedido.

Sus manos se convirtieron en la piedra angular de la narración, el entramado principal de todas las piezas que comenzaban a llenar el rompecabezas. Pasó por las muertes desesperadas, las miradas sombrías. Las lágrimas rodaron por sus mejillas sin que fuese capaz de detenerlas cuando llegó el momento de recordar lo que había sucedido en el puento y no había perdido el aliento, hasta que sinitó los rastros húmedos rodar por sus mejillas, pero seguía sin darles importancia.

Volvió a sentir el peso del mundo sobre sus hombros cuando finalmente bajó las manos a sus costados.

Miró a cada par de ojos que le observaban con incredulidad. En una esquina, notó como una de las máquinas había trasladado sus gestos a una declaración explicita, que seguía sin cargar con el peso de su rostro y cada una de las pesadillas que le habían costado los días anteriores. Comenzó a sentir la frialdad de aquella habitación, seguida del calor en los rostros que ante todo, estaban preocupados, casi de la muerte que se alcanzaba hacia ellos.

Una mano encallecida se levantó de alguno de aquellos hologramas incorpóreos. Era un hombre mayor, muy parecido a su padre. Le dirigió una sonrisa entristecida.

--Idonne, ¿Te llamas así?

Asintió.

--Había entendido todo este asunto como unas cuantas palabras del consejo sobre una chica en algún rincón del mundo. No creí que...

Sus manos se detuvieron en el aire, tratando de alcanzar las palabras que definieran su sentir. El aire en la sala daba la misma idea, suelta, inexplicable. No había necesidad de ser formulada, así que Idonne decidió continuar.

--Ni yo lo entiendo. Solo han sido casualidades.

--En efecto. Solo eso han sido, pero no podemos permitir que las casualidades destruyan todo aquello que conocemos –anunció la mujer a la mitad de la mesa, interrumpiendo cualquier conclusión.

--¿Y qué es lo que tengo que hacer? –preguntó la chica, tratando de llenar el vacío de la palabra que seguía en el aire.

--¿Por qué supones que te corresponde?

--Porque soy la única persona en el mundo que sabía hasta ahora lo que sucede a ciencia cierta. Y no quiero que vuelva a suceder.

--¿Podemos hablarle a alguien de lo que pasa? La gente empieza a sospechar y no podemos permitirnos el caos –añadió la doctora a la que Idonne conocía de toda la vida-- ¿Qué haremos nosotros?

--Eso es un asunto suyo. ¿Puedo retirarme? Tengo que volver.

Todas las cabezas se inclinaron ante ella en aprobación, y al girarse, una mano en su hombro le retuvo por un instante.

--Gracias, Idonne.

Su padre le recibió con una sonrisa en el rostro. Apenas podía contener el temblor en sus manos, y de haber podido escucharlo, el chillido que surgió de sus labios al verla, resonaría como un coro de alegría.

Necesitaba decirlo. "Creí que no iba a volver a verte" Dibujó sobre su mano desnuda al verla llegar.

--No tengo mucho tiempo.

Llevaban hablándose por debajo del pecho durante las primeras calles que se alejaban del recinto central. Por alguna razón, Idonne no había dejado el miedo detrás, aunque ya no se tratara de la élite que la vigiliaba a cada paso, sino del pánico colectivo que no quería causar, aunque se vivía, tangible en el aire.

SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora