Los padres de Lucas estaban extrañamente inmersos en un juego que consistía en un pequeño tablero de madera sobre el que desplazaban algunas piezas de cristal redondas. Idonne sonrió al entrar, con el cargamento haciéndole doler los brazos.
No se dieron cuenta de su llegada. En las arrugas de su frente se notaba la increíble concentración a la que estaban sometidos. La joven se acercó, dejando sobre el comedor los otros dos paquetes de galletas. La mano del hombre se levantó hacia ella, dedicándole un fugaz saludo. La mujer no se atrevió a voltear.
Idonne se acercó hacia ellos sacando una galleta de la caja. Se preguntó como sonaría al ser abierta, cuando el olor era demasiado intenso como para ser ignorado. El dulzor del azúcar y la canela inundaron la habitación, interrumpiendo el juego de golpe.
—¿Por qué? —atinó a preguntar la mujer al verla tenderle la caja, mientras las lágrimas surcaban su rostro. Definitivamente no esperaba esa reacción.
—Lucas me dijo que les gustaban, leyeron la nota. Yo solo cumplo órdenes.
La pareja no supo qué responder. Estuvieron comiendo con los brazos cruzados, dejando que los sentimientos y el sabor de la mantequilla se derritieran en sus labios. Juntando todo con el calor del café caliente preparado de manera automática por aquella máquina programada para la merienda, era una tarde casi perfecta.
—¿Qué era lo que estaban jugando?
—Damas. Conoces el ajedrez, ¿verdad? —la joven asintió— pues es mil veces más divertido. Además, nuestro tablero es de madera. Tan viejo como mis abuelos —siguió la mujer, con una mueca socarrona— pero te gustaría. Dile a este señor que te enseñe como jugar, así te nos unes mientras voy por el café.
Idonne sonrió. Podía darse el lujo de perder un poco de tiempo.
Estuvo aprendiendo mientras los veía perder juegos, a la mujer enojarse y maldecir y al hombre dejarse ganar de vez en cuando hasta que el sol bajó, y la oscuridad reinó en la habitación. Ella aún tenía cosas que hacer por la ciudad.
Salió con una caja de galletas bajo el brazo por aquellas calles que le indicó el chico. La escalinata no estaba tan lejos de la casa de los padres de Lucas. No sentía miedo por encontrarse con nadie. Al final, las personas que cargaban sus propias cadenas no temían por las represalias del dueño.
Estuvo parada al final del callejón durante algunos minutos que se le hicieron eternos frente al viento helado que recorría aquella parte de la ciudad, donde los calentadores que surgían del suelo durante la noche no aparecían, con en las calles principales, por donde transitaba la gente que no había sido olvidada.
Anduvo de acá para allá, pateando alguna piedra, viendo como algunas personas le miraban con más atención de la apropiada al pasar a su lado, ya fuera dentro de las cabinas o a pie. La entrada a la escalinata ya había sido cerrada, prohibida para las personas que se atrevieran a subir durante la noche.
De repente, una luz iluminó sus pensamientos y saltó por encima del cordón que poco o nada hacía para detener a alguien que se quisiera internar en el callejón, justo después de desactivar su ubicación.
Anduvo hasta el primer nivel donde comenzaba la escalinata, y recorrió las paredes con las yemas de los dedos, hasta notar como se hundían en un punto. Había dado en el clavo. Dejó el paquete de galletas justo afuera de la pequeña abertura invisible y se dio media vuelta, dispuesta a regresar a casa. La oscuridad había tomado todo rastro de visibilidad.
No tuvo tiempo de reaccionar ante el grupo de brazos que se cernieron a su alrededor, al golpe en la sien que terminó cegándola y maldijo en su mente justo antes de dar con el suelo. Se había equivocado, casi como siempre.
Fue su último pensamiento antes de que la oscuridad terminara de cernirse sobre ella, cubriéndole la vista. Y durmió.
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Silencio
Science FictionLa humanidad ha perdido la capacidad de escuchar. Las mentes maestras de todo el mundo no logran explicar el por qué, y ni mucho menos encuentran una solución. Se han adaptado al medio sin ese sentido, creando avances que perfeccionan la manera de...