XVII

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Idonne bromeó en su cabeza con la posibilidad de estar sobre suelo falso, algo que no estaba acostumbrada a sentir se estaba materializando frente a ella. En la pantalla, se proyectaba una película distópica de un grupo de adolescentes que competían a muerte por ganar gloria y dinero.

Se encogió en su lugar, analizando el despliegue de sangre. ¿Acaso eso había sido posible? Tal vez. En realidad, lo fue. Pero a gran escala. La mayoría de la población mundial era de clase A. La igualdad se había conquistado casi por completo, pero ¿qué tanto de eso era una ilusión?

La pantalla desapareció para dar lugar a una escena si cabía muchísimo más reconfortante. El flujo del rio Mur pasando por debajo de ellos, chocando contra la enorme pared de cristal templado. Poco a poco la plataforma volvió a bajar, justo después de la escena final en la que el par de amigos se hacen con el premio final.

El resto de las personas estaban fuera de sus sentidos con aquel despliegue de sangre y desesperación. Idonne solo quería vomitar. Anastasia le echó una mirada de refilón a su cara de disgusto.

—¿Te pasa algo?

—No soy amante de la violencia.

Anastacia sonrió, alzando las cejas.

—¿Crees que a nosotros nos gusta? Me refiero, a las personas.

—Se supone que sí. A final de cuentas, somos animales.

—Olvidas la parte importante. No nos hemos extinguido.

—¿Por qué crea que sea eso? —preguntó Idonne al ver a la mujer con aquella sonrisa que logró erizarle la piel. No se parecía en nada a la que había visto en el primer momento de aquella reunión.

—Porque estamos bien siendo controlados. Porque la violencia se castiga.

—Se supone que así ha sido siempre —se encogió de hombros— ¿se supone que ahora somos mejores?

—No, así no funciona. Por eso sé que mis hijas están bien, porque nadie les hará daño. Porque todos están controlados.

—¿y los que no?

La sonrisa de Anastacia desapareció lentamente, para moverse rápidamente a la confusión, y después a la ira inicial.

—Si le sirve de algo, tampoco las podría salvar de ellas mismas. Y por cierto, nadie más que ellas puede quitar sus ubicaciones, ¿verdad? —la mujer asintió, visiblemente turbada— entonces contemple la posibilidad de que cada quien elige sus cadenas.

Idonne se levantó sin añadir nada más, guiñándole el ojo, visiblemente divertida. Antes de salir del restaurante pagando la jarra de vino, le preguntó a uno de los meseros si conocía algún lugar donde vendieran buenas galletas de mantequilla.

Caminó prestando atención a su alrededor, pensando en la conversación que había tenido con la mujer. ¿Era posible que todos buscaran el caos en su interior? Se negaba a pensar que al menos Gavin hubiese elegido su destino, aunque de ser así, ¿por qué? Era la única pregunta que le rondaba por la cabeza.

Se dirigió al lugar donde le habían contado sobre las galletas de mantequilla. Era uno de los grandes lujos a los que uno podía acceder solo pocas veces al año. Esas eran posesiones contadas, de las únicas que el gobierno racionaba entre los habitantes. Todos podrían tener acceso a ellas, pero las personas de clase A podían ir por "lujos" tres veces al año. La clase b solo una vez.

Era de los establecimientos más extraños que Idonne había visitado en su vida. La puerta era una pequeña rendija que pedía reconocimiento facial y de huellas digitales. El CID no era suficiente. Después de pasar el acceso y que la máquina frente a ella mostrara su nombre y fotografía más reciente, la pequeña rendija se fue ampliando, dando paso a una rejilla cuadriculada de láseres con detección de movimiento.

La cuadrícula dejó de brillar y un letrero de "bienvenida" apareció. Era un lugar pequeño, alrededor de cuatro metros cuadrados. Todas las paredes cubiertas por pequeños casilleros que mostraban una imagen del producto adentro de ellas. Notó las galletas dentro de su caja de aluminio detrás de la cabeza del joven que disfrutaba viendo una serie animada en la pantalla personal que llevaba a los ojos.

Idonne presionó un botón sobre el mostrador que interrumpió de golpe la sesión de entretenimiento del joven, que rondaba los 16 años.

—Quiero galletas.

—¿De esas? ¿Cuántas? Tiene acceso a cuatro. Regalo de su acenso...

A medida que el joven iba leyendo, la expresión de su cara fue cambiando, del enojo por la interrupción a una solemne admiración.

—Tres, por favor.

Cuando las cajas estaban frente a la encimera, el chico puso una mano sobre la de Idonne, dispuesta a tomar sus cajas.

—Perdona que te moleste. Es solo que... ¿Qué edad tienes?

—Tengo 22

—¿Y cómo ascendiste?

—Mi mejor amigo falleció, yo era su heredera. Soy médico. Subes inmediatamente a la categoría más alta al estudiar una carrera. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí.

—¿Necesitas algo más, chico?

—Eso sería algo que yo debería de preguntar.

—Es que te noto curioso.

—¿Y usted, necesita algo más?

Idonne estaba dispuesta a retirarse después de dar una cabezada de negación cuando bajó los paquetes a sus pies.

—¿Sabes donde están los desalojados en esta ciudad?

—En Graz hay muy pocos. Pero los podría encontrar en una de esas calles cerradas que suben la montaña, por la escalinata en zig-zag.

La joven dio una cabezada de agradecimiento y salió del pequeño establecimiento. Guardaría su pequeño último lujo para algo que valiera la pena.

Casi había olvidado el mensaje de Stephen para cuando entró a la cápsula que la llevaría a la casa de Lucas. Era un mensaje grabado. El joven parisino se veía mucho más apuesto después de el día en el que se habían encontrado, se había dejado la barba, que sorprendentemente le estaba oscureciendo el rostro rápidamente.

—Hola —sonreía de oreja a oreja. La joven no pudo evitar corresponder al saludo, olvidando que él no le veía—. Espero que todo esté bien. Por aquí nada ha cambiado, tienes bien cuidadas las espaldas. Me han llegado noticias de un amigo que ha desaparecido, pero el chico ya había perdido demasiada categoría. No creo que el gobierno se preocupe por él. Espero que vuelva a su casa pronto, pero te seguiré informando. Cuídate.

Y Stephen desapareció. 

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