Estoy totalmente destrozada.
Las lágrimas llevan bañando mi rostro desde que él bajó por esas escaleras, y la soledad de una casa, junto a una hipoteca y con un montón de angustia entre esas paredes, me pueden.
Continúo mirando a los folios en la mesa del salón, e intento no hacer mucho caso a mi mente, que me culpa por no haber sido coherente y no haber entendido que de verdad me costaría hacerme a la idea de seguir sin él.
Estaba segura dentro de mí de que esto saldría bien, que cuando él viese lo que he llegado a hacer, cambiaría su opinión y volvería, pero parece que eso no ha sido así.
Resoplo y limpio con la palma de las manos las lágrimas de mi rostro.
Quiero llorar, y eso es lo que hago desde hace día y medio.
Y sí, esta noche coge un avión y se va.
Estoy intentando luchar contra viento y marea para hacerme a la idea de que posiblemente, nunca estaremos juntos.
Echo la cabeza hacia atrás y miro al techo. No quiero escribir la palabra “Fin” en los tacos de Dina, pero es lo que hay.
Sigo sin leer ni una sola palabra, excepto las que leí echando ese vistazo, a lo que escribió Harry.
Sigo sin saber qué sintió o qué puede llegar a sentir aún, cosa que me consuela, porque espero que me siga queriendo la mitad que yo a él.
Por un momento, me recuerdo a Josh y me da un escalofrío. ¿Qué será de él? Encojo mis hombros y suelto de mala gana el bolígrafo.
No, no puedo hacerlo. Ni quiero. No quiero que este sea el fin.
¿Y todo eso? ¿Todo lo nuestro? ¿De verdad el beso del pasillo sería el último?
Cierro los ojos y veo como mi mente se nubla y no quiero.
Retiro la silla y me levanto, yendo hacia la televisión y poniendo el canal de la radio.
Música romántica que te deprime. Lo último que querría escuchar, es lo único que hay a estas horas.
De nuevo mis ojos se cristalizan y doy pasos pobres por todo el salón.
Me dirijo a la puerta de la terraza, que está al lado izquierdo de la televisión, y salgo.
Miro hacia abajo y veo una ciudad llena de estrés y agobio. Son las cinco de la tarde y todo el mundo regresa a sus casas de sus trabajos, cosa que yo, como siga así, jamás tendré. Y llueve. Llueve a cántaros. No me gustan nada estos días. Mi estado de ánimo está como él: Gris.
Tomo aire y me asusto cuando escucho el timbre.
Frunzo el ceño y entro de la terraza, cerrando la puerta tras de mí, y pensando en quién puede ser.
Atravieso el pasillo con los pies descalzos, unos pantalones de chándal grises algo abombados y una sudadera blanca con letras rosas.
Escucho unas voces detrás de la puerta y me extraño más. El timbre vuelve a sonar.
-Bob, no la agobies. – Escucho.
Me echo a reír. Creo que la primera vez desde hace un día y medio.
Cojo el pomo y abro la puerta, sin dudarlo.
-¡Hola, cielo! – Exclama Bob al entrar.
-Hola, cariño. – Dice mi madre, más dulcemente.
-Hola. - Musito yo.
Ambos me besan la mejilla y yo les ofrezco pasar.
-¡Pensaba que no nos ibas a invitar nunca a ver la casa! – Exclama mi madre.