Capítulo 57. Gracias.

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❝Qué lindos eran aquellos tiempos en los que las cosas pequeñas eran el más grande tesoro para un niño, en que lo más sencillo y lo más detallista, era fino para alguien exigente. En donde los días grises eran solamente grises en color y no en sentimiento, en los que las brasas del fuego te daban calor y no te propinaban guerra. En donde los cantos dulces y sonoros de los pájaros, no callaban con tanta frecuencia, cuando el riachuelo se escuchaba imponente quebrar entre los árboles, qué bellos eran aquellos días. Y hoy en la actualidad, ya no solemos decir «gracias» en su lugar, sólo sabemos decir «no es suficiente» cuando la realidad, es que al dejar esta tierra, todo por lo que nos preocupamos en tener, pasa a manos del abandono, y del tiempo❞.

Suaves soplos hacia el café caliente en mi taza, un dulce aroma a crema surcando la habitación. La madera de pino aromatizando mi mesa, el vidrio perfectamente limpio por el cual ahora la ciudad puedo mirar. Llevo con satisfacción y cautela la taza hasta mis labios para liberar un ligero soplo y dar el primer sorbo sin emitir ruido alguno. Descanso nuevamente la taza sobre la mesita sin despegar mi vista de la ventana.

Las flores regadas por las calles húmedas de la ciudad lucen igual que pedacitos de terciopelo y seda lloviendo sobre su gente que emprende viajes por las carreteras. Dulces olores a manzanos, duraznos y frambuesas, calan el aire como si del mismo cielo cayera un empalagoso perfume capaz de enriquecer hasta la comida más amarga del pueblo.

Desde mi ventana puedo apreciar con claridad a las personas deambulando por las calles con compras y otras recién llegadas al momento. Las nubes grises ahora de un color negro casi tan oscuro como el firmamento, se abrazan como ramas en el cielo formando figuras danzantes que cubren toda la ciudad. Una brisa húmeda sacude las hojas de los árboles arrancando las ya demasiado viejas o muy próximas a madurar.

Algunas de estas hojas se pegan a los vidrios húmedos de los edificios viejos y ya casi por derrumbar a orillas de la carretera. Un trueno tan poderoso y retumbante sacude a los habitantes de Portsmouth mientras una de las mujeres sentada en una de las bancas a las afueras de un hotel, saca su paraguas poniendo marcha sobre sus altos tacones negros que combinan a la perfección con su abrigo de piel sintética de color negro con gris.

Más allá del diluvio, y en medio de esas nubes, vislumbro una masa casi negra desplazarse inquieta sobre las demás esponjas grisáceas llenas de humedad que corre por las calles de la ciudad. Un destello blanco con reflejos dorados parpadea entre esas nubes y segundos después un nuevo rugido resuena por todo el lugar con mayor potencia que la vez anterior. Las gotas de agua chapoteando contra los pétalos de flores preciosas y los paraguas de las personas, se vuelve música asemejándose al cloc, cloc, clip cloc, de los pasos de un precioso caballo caminando relajadamente por la carretera o por el césped.

Clip, cloc, clip, cloc, clip, cloc

Sonoros botoncitos de rocío impactan contra las hojas de los árboles y desaparecen por los drenajes de las calles. Como si de campanas se tratase, los árboles crujen con los abrasadores y ardientes azotes del calador gélido viento que sopla en todas las direcciones al compás de un trueno enviado desde el mismo olimpo por los dioses. Los vidrios de la casa se empañan y la temperatura densa, húmeda y fresca hace que abrace más a mis manos la taza que comienza a helar hasta el grado de que mi propia respiración es notable sobre la ventana.

Cortinas de cristalizados rocíos escurridizos y helados cubren toda mi ventana permitiéndome jugar con ellos sin alterarlos en lo absoluto. Trazo círculos sobre el vidrio en donde una de esas lágrimas de invierno se ha posado hasta que ésta se desliza corriente abajo dejando sólo un rastro húmedo sobre mi reflejo distorsionado.

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