Capítulo 43. Heladez.

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Segundo trimestre de embarazo: Semana veintisiete.

Los días pasaban y Mia seguía sin comer correctamente, cuando Gian no la veía, ella tiraba hasta la última migaja de comida a la basurera, no porque quisiera, sino porque sentía que cada vez que se alimentaba escuchaba la voz de su madre diciéndole que iba a engordar como un puerco.

No podía llevar a su boca bocado alguno sin pensar que tendría a su madre diciéndole todo el tiempo que reventaría de tanta grasa, y por supuesto que eso le afectaba demasiado. No podía ver siquiera un plato de comida frente a ella porque escuchaba la voz de su mamá diciéndole todas estas cosas una y otra vez.

Su cuerpo ya le venía pasando la cuenta de ello. Sus huesos comenzaban a marcarse de manera cadavérica sobre su piel, lucía como una calavera con los huesos de su esternón, mandíbula y clavícula sobresalientes en su piel. Mia cada día se deterioraba y no era capaz de querer verlo.

Su cuerpo cada día se iba muriendo de manera lenta y dolorosa, con un bebé creciendo en sus entrañas, la muchacha sometía su cuerpo a duros días sin comer nada, ni siquiera conseguías entender, cómo esa criatura aceptaba los suplementos con la falta de nutrición de su madre.

Gian, ocupado con encontrar un trabajo estado con el cual cubrir los gastos médicos que tenía planeados para Mia y el bebé que día con día crecía en su cuerpo, consumiendo sus energías y absorbiendo su vida, el castaño ni siquiera sabía la situación de peligro en la que su hermana se encontraba.

Días pasaron, y una preeclampsia se intensificaba en las entrañas de la niña que con los días, se sentía más perdida en su mundo de desgracia. Mia veía los días pasar como gotas de agua, sentía lejanas las horas y eternos los descansos, admiraba con melancolía y nostalgia a los niños que jugaban efusivos en las calles, saltando sobre charcos, persiguiéndose los unos a los otros, todo lo que ella no pudo hacer en toda su niñez.

Veía con recelo a las parejas caminar tomadas de las manos, sentía desprecio al ver un padre dándole amor a su pequeño, sentía dolor de escuchar los cuchicheos en la calle y los dedos señalando en su dirección cuando tenía que salir a alguna parte.

Mia sentía que su corazón se comprimía cuando veía su cuerpo deformarse con el crecimiento de una vida en sus adentros, miraba con poco color la pronunciada barriga que sobresalía de su figura y sólo cerraba sus ojos deseando el momento en que ya no lo tuviera más en su cuerpo.

Añoraba con verlo marcharse con otra familia a una mejor vida. Por más que ella deseara lo mejor para esa criatura, no podía evitar sonreír con imaginarse de vuelta sin esa estorbosa barriga haciendo de su cuerpo de todo, menos el de una famosa y hermosa bailarina de ballet, la bailarina que una vez ella fue.

La muchacha estaba recostada sobre su cama, retorciéndose con el frío en su cuerpo, ese día, en las grises calles de Portsmouth, una tormenta había caído sobre la ciudad, dejando lluvias torrenciales e interminables que le impedían a la pobre niña moverse con facilidad sobre sus piernas. Le dolían como si hubieran sido molidas con una aplanadora, sentía sus manos temblar y su cuerpo arder en fiebre.

La preeclampsia avanzaba a grandes zancadas en su organismo y no había forma de pararla, no cuando antes se pudo hacer de haberse detectado a tiempo, pero gracias a la carencia de dinero que su hermano Gian enfrentaba en ese momento no se pudo realizar ni un sólo exámen para la muchacha y su feto en desarrollo.

La adolescente no resistió más y decidió tomar una ducha para calmar la temperatura de su moribundo cuerpo, arrastró con dificultad sus huesudas y pálidas piernas sobre el suelo de madera descalza con una bata cubriendo su cuerpo, levantaba con esfuerzo cada pie para seguir andando como si trajera grilletes en los tobillos que le impidieran caminar.

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