Capítulo 36. El último suspiro.

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—Mira eso Mia, ¿Ves eso de ahí? —con su dedo índice señala el azulado cielo nocturno cubierto por una manta espesa de estrellas sobre la cual pasa una a velocidad parpadeante— Es una estrella fugaz, y recuerda, cada vez que veas una, pídele un deseo y te lo cumplirá.

Cierro mis ojos sonriendo de labios cerrados mientras pienso un deseo, pero cuando estoy por enunciarlo, Gian posiciona un dedo sobre mis labios indicando que guarde silencio ocasionando que abra mis ojos en confusión ante dicho gesto.

—Jamás digas tus deseos en voz alta frente a otros Mia, todo siempre debe quedarse contigo y para ti —abro mi sonrisa antes de arrojarme a sus brazos y caer juntos sobre el pasto rodando entre risas.

—Te quiero Gian —murmuro sobre su hombro abrazándome más a su cuello.

—Yo también te quiero pequeña Mia —responde antes de comenzar a repartir besos por mi cabello y hacerme cosquillas que pronto me sacan estruendosas carcajadas— Eres la niña de mis ojos. Y sin importar qué pase, yo estaré aquí para tí, la vida apenas comienza, que nadie nunca apague tus sueños y recuerda, incluso a los siete años se puede ser alguien gigante.

Continuamos jugando el resto de la noche mientras contemplamos el firmamento y el alba asomarse por las montañas bañando de oro con su luz hasta el rincón más oculto entre las escarpadas rocas del camino musgoso y húmedo que nos traía hasta ese campo decorado con las flores más hermosas de Connecticut.

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Narrador omnisciente

Gian y Mia disfrutaban de la brisa primaveral que bañaba los campos dorados de ese entonces en aquel viaje a Connecticut al que Gian decidió a Mia llevar, los días pasaban y los hermanos disfrutaban momentos fraternos entre sí, contaban cuentos e historias sobre bosques con criaturas místicas y creaban fogatas con algunos teatros de por medio.

Mia fascinada por el encanto del lugar, corría entre las flores como cualquier niño a los siete años, reía con las cosquillas de su hermano y disfrutaba enlodarse un poco con tanto simular ser una niña con clase. No importaba cuán difícil fuera su vida con sus padres, con Gian se sentía nuevamente viva y como una niña con una vida normal, con Gian podía conocer los colores de la tierra y podía oler el petricor sobre la sequedad del polvo cuando caía el diluvio.

Salía todas las tardes de llovizna a mojarse hasta chorrear con su hermano y saltar sobre los charcos como los otros niños de ese entonces, cuando regresaba a la realidad y era castigada por su frívola y descorazonada madre, sólo podía anhelar volver con su hermano alguna vez.

Incluso había tratado de convencer a sus mayores de irse a vivir con él, pero, ¿Qué podía entender una niña acerca de que para que un menor cuide a otro debe emanciparse y hacerse responsable primero bajo ciertos términos y examinaciones? En su mente, Mia sólo pensaba que bien podía irse con su hermano y seguir disfrutando de una vida libre y sin ataduras.

Pero desde luego sus padres no permitirían que su hija se fuera con un vago, claro que no. Para los padres de ambos, Gian era tan sólo un niño de la calle del cual no tenían forma de deshacerse, desde que Mia se enteró de la existencia de un hermano, no pudieron despegarla de su persona.

Algunas veces la pequeña aprovechaba cuando sus padres no estaban o no la veían, para escaparse a casa de sus tíos y visitar a su hermano, quien siempre le recibió con efusividad, eran tan sólo dos niños que se sentían completos al tenerse uno siempre para el otro, eran tan unidos como los hermanos debían serlo.

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