Capítulo 53: Tú tan bipolar y yo tan caótica!!!

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Estar atrapada por sus muslos es lo que mas me gusta. Sus piernas se cruzan en mi espalda para apegarme lo que más pueda a su centro y encontrarnos allí —así sea por sobre nuestra ropa—, eso lo que mas me gusta.

Su lengua es traviesa, larga, fina y dulce. Lena sabe siempre dulce, incluso cuando se despierta, siempre. Eso es lo que mas me gusta, su sabor, su olor, el aroma de su sudor, porque es suave y estimulante.

Sus manos me acarician por todo el cuerpo; las cuela por el medio de nuestra piel bajando por nuestros pechos que, justo ahora, se encuentran pegados el uno al otro, pero ella se hace campo y aprieta mis senos, obligándome a cortar el beso con el que estaba embriagándome.

Le sonrío agitada y recorro mi lengua por su labio superior antes de arremeter mis labios nuevamente, otro apretón me hace gemir en su boca. No me separaré otra vez, me gusta jugar en ella, me gusta excitarla, buscarla, descubrirnos en la confianza que sentimos, eso es lo que más me gusta.

Sus dedos comienzan a jugar descendiendo por mis lados hasta mi cintura. La siento clavar sus uñas cortas —un poco de dolor no está mal—, me gusta, más cuando arrastra sus dedos marcándome la espalda en camino a mi cuello y, una vez que está ahí, me atrae hacia ella con ambas manos. Eso es lo que más me gusta.

—¿Ya te decidiste? —me pregunta sin dejar de acariciarme la nuca.

—Eso es lo que más me gusta.

—¿Esto? —lo dice con el propósito de concentrarme en el masaje que me da.

Las yemas de sus pulgares hacen semicírculos recorriéndome por detrás de mis orejas y vuelven al inicio de mi columna de la misma manera, haciéndome suspirar un:

—Sí, eso... No... —me contradigo—, todo me gusta, todo.

—Tenías que escoger una sola cosa —sonríe al escucharme.

—Okey... tú. Lo que más me gusta de todo lo que haces, es como me siento contigo, así que tú —exhalo antes de robarme otro beso.

Un segundo después suena la alarma interrumpiéndonos, es hora de separarse y cumplir otro deseo.

—Voy a refrescarme, ya regreso —menciona alejando su calor de mí, su espalda desnuda me hace querer ir tras ella, pero le doy su privacidad. Esa bombacha de algodón a rayas me hace sonreír, es tan linda y juvenil. No se preocupa en lucir sexy, lo es simplemente con su actitud.

Se me hace raro ver la habitación desde esta posición, con el colchón al ras del suelo. Hoy en la mañana desarmamos nuestras camas, comenzamos a llevar todo a la bodega, sacamos la vieja y, cuando trajimos todas las partes, nos dimos cuenta de que no teníamos los tornillos para armarla. Regresamos a buscarlos en todas las cajas y aparadores, pero fue inútil, no pudimos encontrarlos. Armar la cama sería misión imposible por lo que decidimos traer el colchón y dejarlo tirado sobre el piso. No se merecía más de todas formas, es tan grande que no entró en el elevador y tuvimos que subir con él veinte pisos por las escaleras, ¡veinte!

Llegamos agotadas le quitamos la protección de plástico —con la que lo habían empacado para mantenerlo limpio— y lo dejamos allí, tenderíamos la cama al regresar del almuerzo. Prácticamente perdimos toda la mañana en cumplir ese deseo.

Nos vestimos de invierno con las chaquetas apropiadas y botas de caucho. Salimos al parque a eso de las dos de la tarde, un par de horas atrás había dejado de nevar, pero el paisaje eran tan blanco que no tendríamos problema en encontrar la nieve suficiente para hacer el muñeco.

Nos paramos en medio de un campo amplio, a lado de un árbol, y comenzamos a juntar bolas pequeñas para formar el cuerpo de Frosty.

Media hora más tarde no llevábamos ni medio torso hecho y por más que salimos con guantes de nieve, mis dedos estaban congelados. Fue cuando se acercaron dos niños insoportables que se nos rieron y llamaron a su papá. El hombre era joven, quizá de unos veintiocho años, nos preguntó de dónde éramos y si necesitábamos ayuda. Yo estuve por responderle que veníamos de la esquina del «qué le importa» y la que cruza y aclararle que no necesitábamos ayuda de nadie, pero Lena se me adelantó y le dijo que hasta hace poco tiempo vivíamos en Sochi y que con gusto aceptábamos su ayuda.
Joel y Nick, los dos pigmeos, le saltaron como locos y la llevaron hasta el montículo, separándolo con sus manos de la base que yo me maté haciendo.

Comenzaron a rodar el pedazo de nieve mientras yo veía como iba creciendo. Unos minutos después la que tuvo que ayudarlos fue Lena y ella terminó colocándolo de nuevo en el lugar que yo marqué. Los pequeños siguieron con la cabeza y así mismo Lena los ayudó a subirla sobre la otra bola, para esto yo ya estaba ayudándolos y terminamos decorando a Frosty con una bufanda que yo llevé, unas rocas que pusimos de ojos, unas ramas que los niños trajeron para sus brazos y un tallo corto para la nariz.

La alegría de Lena fue algo inolvidable. Me obligó a tomarme con ella decenas de fotos abrazando a la nieve y claro, también con los niños insoportables que terminaron dándome besos y abrazos, puaj.
Fuimos solas a la pizzería después de eso, comimos una pizza napolitana gigante y ensalada, una delicia de lugar, si hay algo que es bueno en Moscú, es la comida italiana.

Lena por supuesto no perdió tiempo alguno y llevó el jarro para continuar con el juego.

—Escríbeme un poema. —Leía uno de los palos que sacó.

—Un poema, ¿yo? ¿Lo dices en serio?

—Eres muy buena escritora.

—No de poemas. Son un género muy distinto a lo que yo suelo escribir para la escuela.

—No tiene que ser perfecto, ni siquiera te pediré que sea en verso, puedes escribir una prosa simple.

Obvio, me lo dejaba tan sencillo que se volvía complicado.

Cogí varias servilletas y le pedí prestado un bolígrafo a la mesera. Admito que mi imaginación estaba tan blanca como la nieve y me costó todo el almuerzo salir con este texto diminuto:

Busqué el amor en tus ojos,
lo encontré impregnado en tus labios.

Absurdo escrito, de verdad, aunque a Lena le pareció hermoso, sencillo y con algunos significados ocultos que lo hacían más encantador. Ella siempre queriendo sacarle quince patas al gato que nada más tiene cuatro.

Llegamos a casa a un cuarto para las seis de la tarde cumpliendo uno más de sus deseos en el camino. Allá por diciembre, le comenté acerca de un bar/cafetería que sirve especialidades internacionales, una de ellas era el chocolate caliente con queso derretido, así que la llevé. Debo decir que estaba delicioso, yo tampoco lo había probado, y además pudimos disfrutar de un pequeño concierto acústico que realizaban unos músicos conocidos del barrio. La pasamos bien.

Acostadas sobre la cama recién hecha, Lena sacó otra paleta del jarro, la de color violeta con la que iniciamos esta línea de deseos.

—Báilame sexymente —leyó ella con una satisfacción única. ¿Cuánto tiempo estuvo esperando a que apareciera ese deseo? ¿Quién sabe?

Me levanté de la cama y fui a buscar una silla del comedor. Quité la mesa de la sala hacia un lado, dejando el campo vacío y me despojé de las prendas que más me estorbaban —mis botas, las medias, mi suéter de lana— y desabotoné el buzo que llevaba por debajo hasta mi escote y volví para llevarla a sentarse en el trono. Coloqué una canción en repetición y conecté el teléfono a los parlantes, bajé las luces hasta una luz más romántica e inicié.

Lena estaba nerviosa —qué linda es nerviosa—, no sabía cómo sentarse, si juntar las piernas, o cruzarlas, o ponerse más cómoda ella misma. Apretó con fuerza sus labios por dentro de su boca y tragó con una tierna inocencia.

Le sonreí moviendo mis caderas de un lado a otro con suavidad al ritmo de la música. Mis manos navegaron por mi abdomen hasta los botones que quedaban por desabrochar. Una de ellas continuó por mi pecho hasta mi cuello y con un movimiento —que la obligó a abrir la boca con deseo—, me tomé el cabello y lo volví a soltar dejando que caiga y rebote con libertad. Ella salivó y volvió a tragar.

Regresé mi mano a mi pecho, jalando el buzo de ambos extremos de cuello para dejar ver más de mi escote. Escuché de ella un suspiro que me estremeció. Giré para verla y sus manos sujetaban con fuerza los lados del asiento, apretándolos más cuando yo hacía algo que le gustaba.

Abrí tres botones más y me acerqué desabrochando mi cinturón, el que después jalé con una mano y lo saqué tan solo para pasarlo tras la silla y acercarme más a ella sin tocarla, moviendo mis hombros con mi pecho casi desnudo frente a sus ojos.

Su respiración agitada rebotaba en mi piel, estaba ansiosa, excitada con tan poco, fue lindo de ver.

Unos segundos después sentí el botón de mi pantalón zafarse y el cierre bajar, me alejé —aún bailando—, negándole el gusto. Di media vuelta y me quité el jean de a poco hasta que cayó en mi tobillos y lo lancé lejos.

Volví a caminar hacia ella lentamente, desabrochando el resto de mi buzo, descubriendo uno de mis hombros, luego el otro y giré en mis talones para terminar de quitármela de espaldas a ella.

De repente sentí que me apretaba por la cadera, no pudo resistirse más y me jaló de un tirón hacia ella, sentándome obligada sobre sus piernas, aprovechando para besar mi piel mientras sus manos subían por mi estómago desnudo buscando mis senos.

—Era baile, Len —le susurré sintiendo su sobreexcitación tornarse en frustración.

—Quiero sacar otra paleta —me dijo con un tono doloroso, le había cortado las ganas de mala manera.

—No se valen trampas.

—Pero...

—Pero nada, saca otra, pero no puedes buscar la que te convenga.

Se quejó al sentirme levantarme y buscar algo para cubrirme.

—No se vale que seas tan sexy.

—Mira quién habla —le regresé el halago.

—Nadie es tan sexy como tú —me dijo apurándose a la habitación—. ¡Ja! Ni te vistas demasiado rápido, esta paleta dice: Quítate el sostén con la mano izquierda.

—¡Hiciste trampa!

—No la hice, ahora quítatelo y tienes que dejarlas libres por el resto del día.

—¡¿Qué?, no inventes! —me quejé de la perfecta coincidencia. Hizo trampa a mí no me engaña.

—¡Aquí lo dice!

Así era, pero estoy segurísima de que lo escribió mientras yo pretendía vestirme. En fin, lo hice, me lo quité sin esfuerzo alguno, aunque tener esa mirada suya sobre mis senos fue completamente invasor.

—¿Puedo al menos ponerme el buzo encima?, voy a resfriarme. —le pedí con clemencia, afuera estaba a cinco grados centígrados, aquí adentro a unos diecisiete, tampoco es como para andar desnudos.

—Puedes, pero no te la cierres.

Accedí, era su deseo así que la complací.

—Elige una parte de mi cuerpo y múerdela. —Fue el siguiente deseo y uno que yo he tenido desde que llegó de Sochi.

La llevé a la cama, le dije que se recostara de estómago y procedí a sentarme a horcajadas de su cuerpo.

—Vas a morderme la espalda —aseguró sin saber mis verdaderas intenciones.

Pasé mis manos por debajo de su cadera y desabotoné su pantalón para poder jalarlo y descubrir sus nalgas.

—¡Yulia!

—¡Nalga derecha, yo te elijo!

—¡Yulia!

Resbalé mi cuerpo hacia abajo y le di un corto beso antes de atrapar un buen pedazo de piel con mis dientes y apretarlos con fuerza.

—¡Auuu! —gritó escondiendo la cabeza en la almohada.

No pude contenerme, de verdad, no pude. Cuando me separé vi la marca de mis dientes y le pedí perdón llenándola de besos en esa área. Me pasé, pero que deseo tan bueno, lo siento, Len.

—Gime por dos minutos tratando de excitarme. —Leía la siguiente paleta.

Su posición todavía se mantenía boca abajo, quiso darse la vuelta, pero yo iba a cumplir su deseo de una forma muy particular.

No la dejé girar, volví a colocarme sobre ella, alineando nuestros cuerpos hasta que mi boca quedó a la par de sus oídos. Mis manos recorrieron sus brazos hasta que llegué a sus dedos y nos entrelazamos.

Comencé a mover mis caderas de forma circular sobre su cola, la fricción que me provocó fue detonante suficiente para que mis gemidos salieran con la potencia necesaria. No iba a fingir este deseo, si ella quería que gimiera lo haría de verdad.

Pasó más del tiempo reglamentado muchísimo más, yo ya estaba acalorada, mi respiración era insoportable y había arruinado mi ropa interior hace rato.

—Lena... mejor pides otro deseo o...

—Sí, dale, dame el jarro —Lena coincidió conmigo, pero la suerte quería que siguiéramos por el mismo camino.

—Besémonos durante toda la hora.

Me pregunté por qué no salieron estas paletas en la madrugada, la habríamos pasado tan bien en lugar de malhumorarnos.

Al final de la hora mis labios estaban más que entumecidos, mi lengua ya no respondía para hablar, había marcado muchos chupetones en su cuello, en sus brazos, mordido unas cuantas veces sus labios, ella los míos. Fue una hora espectacular.

Vimos el reloj, daban nueve de la noche y todavía teníamos pendientes más de siete deseos, así no los cumplíamos nunca, por lo que decidimos poner la alarma para realizar la mayoría de ellos antes de la media noche.

—¿Qué es lo que más te gusta que te haga? —leyó colocándose de lado frente a mí. Lo pensé, pero cómo poder elegir, son tantas las cosas que adoro que me haga.

—Necesito ejemplos para decidirme —le dije e iniciamos nuevamente una buena ronda de besos y toques muy pasados de tono.

Y no, no puedo elegir, es toda ella, ni un centímetro menos.

Hmm... La habitación se ve más amplia desde esta perspectiva, a pesar de que tender la cama me causó un leve dolor de espalda. También hace un poco más de frío aquí abajo, pero para eso nos tenemos la una a la otra; el calor de nuestros cuerpos será más necesario a esta altura del piso. La perfecta excusa para dormir hechas un nudo.

—Te propongo algo —me dice regresando del baño, saltando sobre el colchón sin caer en cuenta de que sus senos, también rebotan con la gravedad.

—Dime —le respondo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Son las diez de la noche con veinte minutos.

—Aja...

—¿Qué tal si me dejas sacar un deseo a mi gusto y te perdono los demás? —Me pone una cara tan sugestiva que creo adivinar qué deseo quiere que le cumpla.

—Nos faltan siete.

—Seis sin contar el que quiero.

—Mhmm —confirmo—, ¿estás segura?

—Segurísima.

Si es lo que me imagino tampoco me van a importar los otros seis. A estas alturas, yo también me muero por ese deseo.

—Acepto.

Se estira hasta el velador y toma del frasco el último palo de helado de color rojo, ni siquiera lo lee para saber qué dice.

—Tengamos sexo hasta el amanecer.

Le sonrío porque entiendo que hizo trampa. Marcó esa paleta, sabía exactamente qué decía, lo que quiere decir que la dejó hasta el final con todo el propósito de que sea el último deseo y no nos robe tiempo de los demás.

—¿Hiciste trampa en los demás también?

—No —me confirma gateando por el colchón hasta quedar sobre mí—. Solo en este, pero pedí permiso, así que no puedes quejarte.

—No me quejo —le susurro acariciando los lados de su cuello mientras la acerco a mí—. Ven aquí.

Cómo quejarme si la necesito tanto, si quiero terminar el día así, augurando lo mejor para nuestra relación.

No me quejo, para nada.


*

—Olvídate de él —me dice tranquila pasando la hoja de su libro mientras mueve su pie suavemente como un tic.

—No, es imposible.

—Claro que lo es, deja de verlo y mírame a mí.

—Lena, eres adorable, pero no. ¡Está pegado, ahí! ¿No lo ves? —Le señalé con mi índice por quinta vez—. Si dejo de verlo le perderé el rastro y, en la noche, va a sonarme en el oído o sonarnos, mejor dicho.

—Que no pasará nada. Está ahí, viviendo. Tú quítale la vista y vive también.

¡No me entiende!

Los mosquitos tienen un radar conmigo. Apenas me descuido o me duermo, vienen a rondarme sin dejarme descansar.

—Necesito matarlo.

—¡No! —me interrumpe una vez que me ve levantarme para aniquilarlo con la parte trasera de mi zapato—. ¡Es un ser vivo, no lo puedes matar!

—¡Es un mosquito!

—¡Y tú cruel! ¿Matarías a un perro si te ladrara en la calle o a un gato si maullara en tu ventana? —me pregunta, pero inmediatamente se arrepiente de hacerlo—. Mejor no me contestes, no quiero saber.

—Va a morir en dos semanas de todas formas.

—¡Es su vida!

—¡Aj, eres insoportable, como el maldito mosquito será en la noche! —me acerco con cuidado de no asustar a ese diminuto insecto porque son rápidos, más que los corredores de fórmula uno.

—Si lo matas... —dice Lena y se calla de repente.

—¿Si lo mato qué? —me detengo, regresando a verla. Ella piensa mirando hacia arriba y virando los labios, sin encontrar una respuesta que le convenga. Es mi casa después de todo, no va a mandarme a dormir en la bañera o quitarnos el sexo, ella también perdería—. ¿Sí? Tierra a Lena, ¿si lo mato qué?

—Mmm... te dejaré de hablar.

¡Oh, tan dulce! No necesito que hable para hacerle cosas. Además, lo hará, quiera o no, con sus típicos susurros:

«Mmm... sí, Yulia. Ah... Ou... qué bien. Mmm... hmm».

—¿De qué te ríes? —me pregunta regresándome a la cuestión, ¿qué me hará si mato al estúpido mosquito?

No me da tiempo de responderle, el timbre suena y ese maldito y fastidioso zumbido del mosquito me deja saber que salió huyendo a toda ala.

Lo perdí.

Voy yo misma hasta la puerta para no tener que ver la cara de gusto de Lena por perder mi oportunidad de primera sangre.

—Buenos días, señorita Yulia.

—Boris, ¿qué lo trae por aquí?

—Llegó otro sobre para la señorita Lena —me informa antes de entregármelo—, y un paquete, también sin nombre.

Debió escuchar su nombre porque sale de la habitación a reclamar sus cosas, llevándoselas nuevamente hasta la cama. Bueno, al menos tengo la seguridad de que no me las va a ocultar con nuestro nuevo estatus.

Entro al cuarto y me apoyo del marco de la puerta. Ahí está, tranquila, sentada y cruzada de piernas frente al paquete con la mirada más dudosa que he visto de ella en meses.

—Si quieres saber qué te trajeron, tienes que abrirlo —le digo denotando lo obvio.

—Sé que contiene... lo que no sé es si quiero tenerlo —puedo verla suspirar con tristeza, sigue mirando a la caja sin decidirse.

El ceño se me frunce en la frente. Es extraño ver a Lena tan pensativa y distante de lo que le rodea, más que nada si hace pocos minutos estábamos conversando amenamente sobre mi identidad de asesina serial de mosquitos.

¿Cómo se lo pregunto? ¿Cómo saco a flote el tema de las cartas, de qué se trata?

Una cosa es que estemos juntas, que seamos novias, que no nos mintamos, pero esto... esto debe tratarse de la vida que se supone que no tiene, de Alenka, no tengo derecho de exigirle nada.

Ella sabe que yo lo sé, sabe que no necesita explicarme todo desde un inicio, aún así...

—No lo quiero —dice, más para convencerse a ella misma que a mí. Se levanta de la cama y lo coloca en una esquina de la habitación. Da media vuelta y se acuesta de estómago sobre la cama, toma en sus manos el libro que leía y sigue como si nada.

¿Eso es todo? ¿No la quiere y ya?

—Len...

—No ahora. No quiero... Un día, no hoy, ¿sí?

Exhalo y me siento a su lado con los ojos clavados en la caja que puedo ver desde aquí. Me carcome la curiosidad.

—El mosquito se fue.

—¡Yeih!

—Idiota —le digo sonriendo—, eres responsable de que no me pique por la noche y de que me deje dormir.

—No va a picarte —me dice dejando el libro a un lado. Gira para mirarme y se sienta frente a mí—, él sabe que eres mía y solo yo te puedo picar, donde sea, si es en el trasero, más aún.

Uno piensa —al menos yo lo hacía—, que nunca dejaría que alguien me dijera que le pertenecía en una relación. Qué estupidez tan grande, no eres dueño ni le perteneces a nadie, pero escucharla decir que soy suya no me molesta para nada. ¿Debería?

A veces extraño las voces que se ponían a pelear en mi cabeza contradiciéndose con todos los pensamientos posibles.

Mis ojos pasan momentáneamente de su rostro a la caja, ella lo nota y regresa a verla también.

—Es complicado —se justifica—, es algo que sé que va a ser una montaña rusa de emociones y hoy quisiera solo preocuparme por si te pica un mosquito.

—Entiendo, de verdad, no voy a molestarte con preguntas.

—No me molestas y creo que te imaginas de qué trata.

—Creo que sí –le confirmo—, por eso mismo esperaré a que tú quieras hablar.

—Lo haré, tengo un montón de cosas por contarte, pero quiero hacerlo un día que me sienta lo suficientemente fuerte para no ponerme a llorar en medio de la historia —me dice queriendo sonreír, no lo logra.

Se nota que esto le pesa mucho y no se me ocurre que tan grave o intenso puede ser. Pensé que hasta el fin del diario este tema se había terminado, pero no, al parecer no. Su papá la busca, ella recibe cartas extrañas, está triste, melancólica, insegura.

—No hay apuro, yo estoy aquí. Siempre que lo necesites lo estaré. Hoy, mañana, pasado, en un año, estoy aquí para ti. Y si no te sientes lo suficientemente fuerte, yo te daré todas las fuerzas que tenga —le aseguro—. Vienen en formas de besos, abrazos y hombros para llorar, ¿okey?

Lena asiente lanzándose a mi cuello.

Lo necesita ahora, bien. Estoy aquí, la tengo en mis brazos y va a estar bien.

Y ahí está el maldito mosquito, en el borde de la pared y el techo.

Lo voy a matar, pero primero abrazo a Lena.


*

Voy a culpar a la situación de la pesadez que siento, de esa angustia constante, del miedo, de la incertidumbre de lo que vendrá, porque no es culpa de nadie. Tengo atorado adentro un mal presentimiento que va acompañado de un «ya lo sabía», y si es así, ¿qué más de lo que imaginé va a cumplirse como un presagio?

La realidad se transformó en esto que no entiendo. Tal vez lo supe cuando Nastya me dijo que su hermano Leonid había tenido un segundo accidente, tal vez fue hace unos días, después de que llamara a contarnos que había despertado del coma con un una oleada de energía y parecía ser el mismo de antes, de cuando éramos niños.

Creo que lo supe entonces, Leonid había regresado solo para decir adiós. Sería rápido, sería devastador, sería inesperado, porque todos esperaban que mejore, desde su familia hasta los doctores. El daño físico no parecía ser tan grave, le costaría insertarse nuevamente a la vida, pero tendría una. Resulta que no fue así, falleció ayer, cinco minutos después sonaba mi celular.

Me siento mal por mi amiga, me siento peor al pensar que si el que hubiese muerto era mi hermano Misha, yo estaría destrozada, sin poder funcionar, sin querer hacerlo, mandaría todo al diablo y no me volvería a levantar de la cama.

Eso me recuerda, he descuidado mucho llamarlo por las noches. ¿Por qué lo hago ahora, cuando alguien más se va para no volver? Misha y yo prometimos hablar seguido. Yo sé que él me extraña —estoy al otro lado del país—, pero no sé por qué yo no lo he extrañado tanto, o lo hago, pero lo he dejado a un lado, lo he ignorado por concentrarme en mis penas, en cosas irrelevantes. Y ahora, ese sentimiento de que cualquier cosa puede pasar y podría perderlo me obliga a apretar mis dientes con fuerza, buscando calmar esa ansiedad que me tiene toda así, indispuesta, triste y apática.

—¿Café, té, jugo de naranja o agua? –nos pregunta la aeromoza queriendo ser amable.

—Nada —le contesta Lena desestimándola por completo. Está muy ocupada con la nada absoluta al fondo del pasillo.

—¿Y para usted?

—Un café está bien y ¿tal vez tiene una pastilla para el dolor de cabeza?

—Por supuesto —me responde entregándome el vaso y unas bolsas de azúcar—. Vuelvo en un momento.

Yo regreso a ver a mi acompañante y sé que me tiene en la rabadilla del ojo, sabe que mi atención significa que quiero hablar con ella, mas Lena no le da la mínima importancia, me ignora viendo a las otras azafatas que se encuentran en frente entregando el refrigerio de media mañana.

—¿Tienes hambre? —le pregunto porque sé que no desayunó, no ha probado bocado desde anoche y ya son las diez y treinta de la mañana. Aún faltan cinco horas para llegar a Rostov.

Niega, llevándose nuevamente las uñas a los dientes. Ya no sé ni que tanto mastica.

Bajo la mirada a mi bebida rajando las bolsas de azúcar —y una de crema que no vi que me entregó—, el café del vuelo no es necesariamente el mejor, pero pasa el rato y ayuda con el estrés.

A mi otro lado está la ventana. Nunca he sido fanática de viajar en este asiento del avión, pero esta vez me tocó. Lena lo odia, no le gusta volar. Algo que no sabía de ella, no pensé verla tan nerviosa; mucho antes de llegar al aeropuerto ya se había comido la mitad de las uñas que sigue royendo.

—Tranquila —le dije—. Es mucho más alta la probabilidad de morir en un accidente de auto que en uno de avión.

Brillante yo; excelso comentario.

Al momento íbamos en el auto de Ade y las tres mujeres que viajaban conmigo me miraron como si fuese la persona más estúpida del mundo y, pues, ¿qué se le va a hacer? Así soy yo, discreta y precisa.

Tengo que decir las cosas en el momento exacto. Y bueno, fue un comentario, no entiendo tanto drama. Quería hacerla sentir mejor, fallé, pero lo intenté, ¿no? Algo es algo.

Subo la cortina de la escotilla, ver las nubes pasar es idiotizante, es como ver las olas del mar ir y venir, o como escuchar las hojas de un árbol mecerse con el viento. Son cosas que puedes hacer por horas y horas sin cansarte.

Alguien que cree en Dios diría que son regalos que nos dejó para encontrar algo de paz. Lena diría que el ser humano ha observado por miles de años esos paisajes y está grabado en nuestro código genético disfrutar de ellos.

Sea como sea, tengo cinco horas más de ver pasar esas figuras que asimilan el algodón, de vez en cuando perder completamente la visión porque el avión está pasando adentro de ellas. Cinco horas, que alguien me mate, por favor.

—Aquí tiene —me dice la mujer entregándome la pastilla, un ibuprofeno de 200 gr, qué más. Eso no hará nada para el creciente dolor en mi frente.

—Gracias.

—¿Segura que no quiere algo de tomar? —Vuelve a preguntarle a Lena.

—¡Que no! —le contesta ella en un tono para nada habitual.

La aeromoza me sonríe con pena y se va, nota que Lena no está bien y quiere ayudarla, pero la mejor ayuda en este momento es no ayudar.

—¿No quieres ver una película? Hay dos más en la lista —le pregunto viéndola exhalar exasperada. No quiso ver la primera, elegí el documental de Amy Winehouse, me deprimí.

—¡No! —me responde molesta.

No ayudar me incluye, debo quedarme callada bebiendo mi café y escogiendo qué quiero ver, sola.

A ver, hay la tan aclamada por la mala crítica: Ayuda, encongí a mi maestra o Sinsajo parte 2. Nada que elegir, Jennifer Lawrance, ahí te voy.

Es lindo esto de viajar sin compañía por siete horas y media, ma-ra-vi-llo-so.

—Lo siento. —La escucho decir mientras termino de ponerme los audífonos; me los quito.

—No pasa nada, Len.

Quiero preguntarle si está bien, quiero que esté bien, no sé por qué está tan mal. Supongo que la muerte afecta a cada persona de manera diferente. Ella también tiene hermanos. Aparte, esto debe pesarle más por lo que ahora sabe de sus padres biológicos y el asesinato de su madre.

—¿Qué vas a ver? —me pregunta.

—Sinsajo ¿la vemos juntas? —contesto acercándole uno de los audífonos. Si dice que sí tendremos ganada la mitad de lo que queda del viaje. Ella asiente y se lo coloca, terminando con su mano sobre mi muslo.

La entiendo. Su forma de acercarse es simple y necesaria. Yo la cubro con la mía y entrelazo tan solo uno de nuestros dedos, acariciándola apenas con mi pulgar.

No hablamos más, la película empieza y la escucho suspirar relajando su cabeza sobre mi hombro. Espero que pueda disipar lo que sea que está pensando y podamos hablar cuando termine. A mí tampoco me gusta verla así. No quiero ni imaginarme cómo está Nastya y sus padres.

Debe ser horrible perder a alguien a quien amaste tanto, a quien todavía amas y amarás por siempre.

—Te amo, Len.

Siento sus labios presionarse en mi hombro y vuelve a su posición.

—Yo también te amo.


*

¡¿Quién entiende a las mujeres?! ¡¿Quién?!

Juro que yo no, no las entiendo ni un poquito.

¡Dios, que frustrante ser la pareja de una mujer!

Pobres hombres, los compadezco hasta el fin del mundo, y claro, a todas las lesbianas, bisexuales, pansexuales, asexuales y heteroflexibles que tienen que aguantarse una novia hormonal como la mía.

¿Puede alguien explicarme qué lógica coherente existe en encerrarse en uno mismo y no decir una sola palabra y al mismo tiempo enojarse por todo?

Como en el avión, el vuelo iba perfecto mientras veíamos la película —obvio, no hablamos durante esas dos horas—, al terminar se excusó para ir al baño y, al volver, se encontró con la pobre aeromoza que servía el almuerzo.

—¿Desea pollo o el plato vegetariano? —le preguntó con la mayor amabilidad del mundo. Ni yo le habría contestado con la displicencia que Lena tuvo.

—No-tengo-hambre. Si la tuviera yo misma se lo pediría, ¿pero lo hice? No —le respondió y se sentó tomando una revista del bolsillo del asiento de enfrente, tan tranquila como si no hubiese dicho nada, y se puso a pasar las hojas.

¿Quién era esa chica y que había hecho con Lena?

Yo le hice una cara de lo siento a la pobre mujer que solo hacía su trabajo y ella procedió a preguntarme lo mismo.

—Pollo, muchas gracias —le contesté intentando pasar el mal rato con una sonrisa. Ella lo agradeció, me entregó mi plato y se marchó. Lena no probó un bocado.

No hablamos mientras yo comía. La verdad ni quería, pasé de usar su amargura como aderezo a mi ensalada. Me puse a ver una serie estúpida —era una comedia vieja de los años ochenta—, comí en paz y pedí otro café.

Pobre mujer, pobre.

Lena la vio acercarse con el carrito y rodó los ojos quinientas veces consecutivas con un bufido que salía de su boca con el fuego eterno del mismo diablo.

—Voy al baño —me informó de muy mala manera, claro, evitando a la aeromoza.

—Su amiga... ¿está bien? —me preguntó ella preocupada. En serio, ¡pobre mujer!

—¡¿Por qué no iba a estarlo?! —dijo Lena a sus espaldas, con el tono subido a un borde del grito. Había regresado por su bolsa de cosas personales, la sacó de la mochila y volvió a alejarse, casi, casi, pero casi, escupiéndole en la cara.

—Está en sus días, discúlpela por favor —le susurré para que Lucifer encarnado no nos escuchara.

—No se preocupe, tenga su café.

Seguí viendo esa serie que ya me había aburrido, pero cualquier cosa era mejor que pensar en qué le pasaba a mi loca novia. Pasaron quince minutos, veinte; Lena no regresaba. Fue cuando me percaté de que había un bullicio al final del pasillo.

—Por favor, necesitamos que desocupe el tocador —le decía desde afuera un aeromozo, por suerte no fue la mujer.

—Estoy ocupada.

Logré escuchar. Giré mi cabeza y me levanté apenas del asiento para ver qué sucedía.

—Señorita, ha estado ocupada por más de quince minutos.

—Disculpe, no sabía que había un límite de tiempo para mis necesidades personales —le contestó, saliendo con una sonrisa más que fingida.

Antes de que me viera, volteé al frente de mi asiento y me concentré en la pantalla. Ella llegó, se sentó y no mencionó una palabra.

Yo me dije a mí misma: okey, soy una tumba, no diré nada, no quiero más problemas, y mantuve esa actitud por el resto del día.

Una hora y media más tarde, aterrizamos —por fin, mi tensión ya no daba más—, recogimos nuestras cosas y fuimos saliendo uno por uno.

—Esperamos que haya tenido un buen vuelo —le dijo, sí, la misma mujer.

—Pésimo, de hecho —respondió Lena y siguió jalando la maleta por la puerta.

Exhale cansada.

—Lo siento tanto —le pedí disculpas al staff completo, las dos aeromozas y el chico me sonrieron con pena, diciéndome que no me preocupe y salí lo más pronto posible para evitarme más vergüenzas.

Yo, Yulia Volkova, avergonzada por el mal comportamiento de alguien... ¡que no era yo!

Quién sabe por qué asumí que sería Nastya quien nos recogería a la salida, pero no, fue Aleksey.

A él no le diré pobre hombre, porque él me hizo varias peores, como acostarse con su actual novia cuando nosotros éramos novios, pero bueno.

Me vio y se acercó apurado —no a Lena porque ella ha dejado muy claro que lo detesta por lo que me hizo—, me abrazó fuerte, me dijo que me extrañaba, me dio un beso en la mejilla y me quitó la maleta de la mano, guiándonos al auto alquilado en el que había ido a vernos.

Entre ellos no hubo más que un cruce de miradas que pudo haber desatado la tercera guerra mundial.

Dejamos las cosas en el maletero y Lena prosiguió a sentarse en la parte posterior. Yo no iba a dejarlo de chofer, así que tomé el asiento de adelante.

—Tengo un disco que sé que te va a encantar —me dijo encendiendo la radio. Era una mezcla de canciones de rock de los años noventa. En realidad un CD muy conocido, fue uno que yo le regalé en nuestro segundo aniversario.

—No puedo creer que todavía lo tengas.

—¿Cómo no? Es el mejor regalo que me diste.

—La limonada no estuvo tan mal.

—No, para serte sincero, extraño esa limonada en lata. No saben igual si yo las compro —bromeó, reímos, me relajé y comencé a ver el paisaje.

Rostov es lindo, frío, aunque no tanto como Moscú.

Llegamos a la casa de los papás de Nastya. Es un lugar enorme con un patio también enorme junto al lago. Puedo decir que si un día me quedo sin dinero puedo vender la casa que me compraré en Sochi y mudarme a un suburbio menos popular del país para vivir cómodamente con una vista impactante. Las montañas rodean la ciudad y se ven tan imponentes, es hermoso.

Entramos sintiendo el calor de la chimenea que Vova y Ruslán estaban encendiendo. Nastya y sus padres estaban fuera de casa, en una ceremonia privada en el crematorio. Mañana por la mañana será el velatorio público por la mañana y después volveremos aquí, pasaremos un rato con su familia recordándolo, me imagino. No tengo idea de qué se hace en estos casos, nunca he perdido a alguien cercano.

—Subiré sus maletas a la habitación de Nastya —dijo mi ex.

—¿Me crees inútil o solo estúpida? —le contestó ella, clavándole los rayos que le salían por los ojos como un láser mortal.

—Son tres pisos Lena, ¿qué tiene de malo que quiera ayudar?

—No quieras ayudar demasiado, Alyósha.

—Subiré la de Yuls entonces —le contestó él, soltando la agarradera de su maleta y agarró con ambas manos la mía.

Estaba molesto por el tono que Lena traía. En eso momento comenzó a irritarme su actitud de mierda, una más y explotaría en su cara.

—Iré a respirar algo de aire fresco —balbuceó y salió por las puertas de vidrio hacia el jardín. Nadie la siguió. Yo no quería problemas y pensé que sería mejor que se relaje sola.

Vladimir, Aleksey, Ruslán y yo nos quedamos sentados frente a la chimenea. La casa es preciosa, casi toda de madera, ventanales de piso a techo, una decoración exquisita y plantas por todos lados.

Acogedor es decir poco, no por nada Nastya quería tanto volver con su familia; se siente ese abrigo hasta cuando no están.

A eso de las siete de la noche la familia de Nastya entraron por la puerta. Saludamos con un abrazo largo y necesario.

—Te quiero, Nastya —le dije, quizá lo único que no dolía decirle.

—¿Dónde está Lena?

—Botando fuego por la nariz en tu jardín —le comentó Ruslán, describiéndola a la perfección.

—Voy a verla —dijo Nastya, abriendo la puerta. Me apuré a detenerla, no quería que la demente de mi novia le vaya a decir alguna grosería.

—Mejor déjala, de verdad está de muy mal humor.

—Está haciendo frío y pronto comeremos, además quiero hablarle, ¿puedo? —me preguntó mi dulce amiga. Solté el picaporte y la dejé salir. ¿Quién soy yo para decirle que no?

Unos segundos después las vi abrazarse y sentarse a conversar. Las dejé. Al menos me tranquilizó ver que Lena no tenía esa actitud ridícula de todo el día, no con Nastya.

—Gracias por venir, amor —mencionó la mamá de Nastya mientras la ayudaba a calentar la cena, los chicos ponían la mesa.

—Siento tanto lo de Leonid.

—Lo sé, corazón. Él también era tu amigo y te quería mucho.

—Yo a él. Le voy a extrañar... demasiado.

La señora, se apenó tanto al escucharme, me acogió en sus brazos y se permitió llorar unos segundos en mi hombro, no negaré que yo también lo hice. Debe ser tan duro perder un hijo.

—Llama a las chicas —me pidió limpiándose las mejillas—, la comida está lista.

Asentí y caminé despacio hasta donde se encontraban sentadas sobre el pasto, el viento corría llevándose todo mi cabello hacia un lado.

—Tú madre pide que entren —les dije acercándome—. Es hora de cenar.

—Key, key. —Nastya se puso de pie, me acarició el brazo pasando a mi lado y se adelantó dejándonos solas, Lena no hizo el más mínimo esfuerzo por moverse.

—Vamos, Lena, nos están esperando.

—No-tengo-hambre —contestó con el mismo tonito displicente y ya, me harté.

—¡Me vale un pepinillo si tienes o no hambre! —le grité en susurros. Quién creería que eso era posible, pero lo hice, tanto que me duele la garganta—. ¡Vas a levantar tu trasero, vas a poner tu mejor actuación y serás malditamente amable con todos! ¡No sé que diablos te picó, pero no voy a aguantarme un segundo más de está mierda! ¡La familia de nuestra amiga acaban de perder a su hijo, déjate de berrinches!

Me convertí en la típica mamá que sermonea a sus hijos en casas ajenas, solo me faltó zarandearla del brazo.

—¡Ahora, Lena!

Se paró con una mueca de odio, odio hacia mí; la cosa era conmigo, ¡¿pero qué diablos le hice yo?!

Se cruzó de brazos y se marchó para el comedor.

No supe qué mas hacer para contenerme que llenar mis pulmones de aire congelado un par de veces antes de tomar mi camino y seguirla unos metros atrás.

—¿Todo bien? —me preguntó Nastya al entrar.

—No, nada bien.

—¿Te disculpaste?

—¿Perdón?

Disculparme por qué.

—Que si le pediste disculpas por coquetearle a la azafata y a Aleksey.

—¡¿Qué?!

Ah, no, que a mi no me joda. ¡Yo no le coqueteé a nadie! Fui amable porque ella fue un ogro. La vida tiene que tener un balance, no podemos las dos ser las personas más apáticas del lugar, eso no funciona así.

—Yo no hice nada y no voy a disculparme. La que me debe una disculpa es ella y...

Nastya me miraba sin entender qué sucedía. Me di cuenta de que no era el momento de discutir las pataletas de Lena, no cuando mi mejor amiga acaba de perder a su único hermano, no cuando estoy de invitada en su casa para despedirlo junto a su familia.

—No importa lo hablaremos después.

—Key, key —dijo y tomándome de la mano me guió hasta la mesa.

Celosa, Lena estaba celosa, genial.

No entiendo a las mujeres, no entiendo nada de nada, pero no es el momento de encontrar respuestas, no aquí, no ahora.



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