Capítulo 23: Cristalizado

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—¿No tenías examen a la primera hora? —me preguntó mamá al levantarse, viéndome todavía acostada y tapada con la cobija hasta los ojos. A esa hora yo ya debía estar de pie, bañada y vestida, esperando a que termine de hervir el agua para prepararme mi café.

—Es solo un repaso. No me siento bien.

—Te vi decaída al llegar ayer, ¿te resfriaste? —Posó la palma de su mano sobre mi frente—. No tienes fiebre. —Confirmó y me preguntó—: ¿Estudiaste para la prueba?

—Aww, mamá, es un repaso —le respondí con desgano—. ¿Puedo quedarme? No me siento capaz de salir hoy.

Decía la verdad, solo que mi dolencia no era física, no quería encontrarme con Lena. No sabía cómo actuar frente a ella desde que leí que está al tanto de mi realidad; sabe dónde vivo, sabe que no tengo nada, sabe que soy insignificante.

—¿Pasó algo con Alyósha?

—No es por él —le contesté. No me había dado el tiempo de comentarle que terminamos, tampoco tenía ganas de responder a la innumerable cantidad de preguntas que me haría si se lo confesaba—. Por favor, no quiero ir, me siento mal.

—Está bien. Llamaré a tu consejero estudiantil y le diré que estás enferma — dijo, desde la puerta del baño—, le pediré que te envíe la tarea. Descansa.

Volví a cerrar los ojos y me quedé dormida, el sonido del agua de la ducha asemejaba una llovizna y no lo pude evitar. Cuando desperté ya era medio día, mamá se había ido dejándome una nota.

Decía que me quiere, que intente relajarme y que coma algo. Junto al papel estaba un billete de diez rublos y un caramelo de cereza —en el despacho legal donde trabaja los sirven por docenas en las mesas de espera—, lo abrí y me lo llevé a la boca, saciando el hambre que comenzaba a sentir.

Permanecí acostada un rato más. Afuera se escuchaba a mis vecinos discutir por algo irrelevante. El sol se colaba por la ventanilla de enfrente y la típica bulla de la ciudad hacía de fondo.

No se cuánto tiempo pasé mirando el techo esmaltado del apartamento. Tratando de decidir entre levantarme, seguir durmiendo, pedir algo de comer, poner una película en el cuarto de mamá o salir a fumar un pucho. Mi pensamiento más frecuente era qué hacer al día siguiente. Mamá no me permitiría quedarme dos días en casa, no sin un certificado médico.

No podía dejar de pensar en Lena y lo injusta que he sido. Ella se enteró de mi situación desde hace dos meses y ha hecho lo posible por respetarme; yo he sabido que el diario le pertenecía hace más de una semana y continué leyéndolo. Cero respeto de mi parte.

¿Qué debía hacer? Contarle que encontré su diario o tirarlo en la basura, guardarlo sin volver a leerlo o terminarlo de una vez. Mi curiosidad por supuesto se negaba a deshacerse de él, pero mi consciencia me recriminaba continuarlo.

«¿Estás bien? Llámame, por favor. Estoy preocupada», leía el mensaje de Nastya, uno de tantos que había recibido durante la mañana.

«Aleksey vino a quejarse por algo que dice que le hiciste a su remolque», decía el siguiente.

«Vova también está muy enojado y Lena con ellos dos. ¿Qué hiciste? Nadie me quiere contar».

«Aleksey dice que le costó muy caro lo que sea que hiciste y que necesita hablar contigo».


Me di cuenta de que la estaban confundiendo, además de utilizarla de paloma mensajera. Pero Aleksey tenía mi número, podía llamarme si quería, venir a verme. Si tanto le estorbaba tomarse esa molestia, era su problema. No sería yo la quien le facilite las cosas.

«Todo está bien, Nastya. No sé de lo que habla, pero si quiere preguntarme algo, él sabe donde encontrarme. No te preocupes», le escribí, aún con dos mensajes pendientes por leer.

«Aleksey llegó furioso. Dijo que sus padres perdieron la cabeza al ver el regalito que le dejamos y lo obligaron a pagar por la limpieza profesional. Vino con una factura por quinientos y más Rublos», escribió Lena, asustándome al leer su nombre en la bandeja de entrada. Hasta eso me ponía nerviosa. No habría podido enfrentarla en la mañana. Con lo que respecta a Aleksey, no me importaba si le costó miles. ¿Cuánto cree que gasté en exámenes médicos por su culpa?

«Hablé con él en privado, le dije que si no quiere que toda la escuela se entere de lo que había hecho, mejor se guardaba su estúpida factura. Vladimir no quiere ni hablarme por ponerme de tu lado», Lena me comentó. Imaginé que no les dijo que estuvo conmigo. Terminaba de leer ese mensaje cuando entró otro, también de ella.

«Masha, tu consejera escolar me pidió que te llevara la tarea a tu casa. Dijo que estabas enferma y, ya que compartíamos todas las clases de hoy, pensó que sería lo mejor. Si prefieres puedo enviártelas por correo electrónico».


Fue considerada. Ella no debería conocer donde vivo y de esa manera no necesita preguntarme qué pasó. Me dejó la respuesta lista. Contestarle un «envíamelas» sería más fácil que explicarle cosas que ya sabe.

«Pasaré por tu casa en la tarde», le respondí.

Pensando por un segundo que debía forzarme a ese encuentro. Necesitaba sentirme normal con ella, ser más abierta, sincera, honesta. Nastya está por marcharse. Su mamá vino la semana pasada a pedir los papeles de la transferencia en la escuela, se mudará a fines de este mes. Eso me deja a una sola persona en la que puedo confiar, ella, Lena, y el respeto no puede ser solo de su lado, tiene que partir de mí también.

«Perfecto, llego a las tres y media. Te espero», respondió.

En ese segundo era la una y un cuarto. Me levanté para bañarme, prepararme y salir a comer algo. Aproveché para caminar un poco y fui al restaurante de la calle de arriba para probar las famosas arepas. Descubrí que son colombianas y deliciosas. La chica que me atendió fue muy amable y tenía unos ojos divinos, pero fue su hermana quien me llamó la atención. Pasó todo el tiempo pendiente de lo que necesitara y me llevó a la mesa un postre de cortesía. Juro que me coqueteó sonriéndome un par de veces. Debo decir que las colombianas se me hacen muy lindas. Me pregunto si a Lena le llamarían la atención. No tienen la piel casi bronceada y llena de pecas como su amiga Marina, pero las trigueñas tienen lo suyo.

A eso de las dos y cuarenta salí a la carretera, no quería estancarme en el tráfico. Mi idea era conducir despacio y decidir qué le diría al verla, llevé el diario por si me animaba a confesarle que lo tenía y ella me lo pedía de vuelta, cosa que en realidad no quería hacer.

Al mismo tiempo que yo aparcaba en la vereda de enfrente de su casa, ella llegaba caminando. La vi e instantáneamente me sentí más tranquila.

¿Cómo es posible pasar el día entero nerviosa con la idea de verla, creer que será un encuentro doloroso y difícil, preocuparme por lo que ella piensa de mí y, al estar a segundos de hablarle, sentir como la tensión se esfumaba de mi cuerpo? ¿Cómo? No me explico como Lena puede hacerme sentir tan insegura y a la vez tan calmada. No lo sé.

Bajé del auto y caminé a la entrada de su casa, ella me esperó en la puerta, saludándome con una sonrisa y me hizo pasar.

—Pudiste pedirme que pasara por ti a la escuela —le dije al ver lo acalorada que llegó.

—Pensé que no querrías asomarte por ahí, por algo no fuiste todo el día, ¿no? No te veo muy enferma.

—No. Solo me sentía mal en la mañana, ya estoy mejor.

—Dime que no te arrepientes de lo que hicimos ayer.

—No. —Le confirmo—. No me sentía bien, es todo.

—¿Ya comiste?

—Sí, en un restaurante cerca de mi casa —le digo y ella sigue igual, no se asombra de que yo coma en un comedor de barrio cuando antes solía almorzar en un restaurante.

—Yo no tengo mucha hambre, comeré en la noche —dijo e hizo una seña para subir las escaleras—. Vamos a mi habitación para pasar las tareas a una hoja.

La seguí por el pasillo. Había estado en su casa hace poco, en su habitación, pero no había caído en cuenta del notable cambio de su cuarto y cómo se apega a su actual personalidad. Las ventanas ya no visten esas cortinas celestes un tanto infantiles adornadas con flores colgadas; ahora tiene unas persianas de color habano claro muy modernas. Pintó la pared sobre sus repisas de color negro.

Cambió de estilo de cama y mesas de luz. La alfombra del piso es de un rojo fuerte y muy afelpada. El contraste evocaba madurez, seriedad. Quizá no lo noté entonces porque todavía no conocía su lado oculto, aún la veía como la Lena de hace un año.

Volteó su mochila sobre la cama dejando caer algunos cuadernos, su cartuchera, un par de libros y algo que me llamó la atención, un cuaderno exactamente igual al que yo tenía en mi bolsa.

—Matemática es muy simple, terminarás en diez minutos —habló sacando sus apuntes, yo seguía mirando ese particular artículo sobre su cama—. En literatura tienes que hacer una ficha del libro que te tocó en el sorteo, pero es para la siguiente semana... ¿Yulia?... ¿Yulia?

—Perdón, me distraje —dije, sacudiendo mi fijación.

Ella me miró, yo la miré y sin pensarlo volví mi vista al cuaderno negro. Ella se percató y sus ojos se dirigieron también a él.

—¿Nunca has visto un diario? —me preguntó tomándolo en sus manos, pasándomelo sin restricciones.

—¿Es... cribes un diario?

—Sí, desde hace años. Este es nuevo. Lo comencé hace dos semanas.

—¿Por qué?

—¿Por qué, qué? ¿Por qué lo comencé hace poco o porqué lo escribo?

—Ambas.

—Me gusta tener un registro de mi vida. Es divertido leerlos después de un tiempo.

—¿Y no te asusta que lo lean Katia o tus papás?, ¿Qué se enteren de lo que haces?

—No, por qué habría de hacerlo. No tengo nada que ocultar.

No estaría tan segura de eso. No he leído su diario por completo, pero no creo que sus papás se lo tomarían tan a la ligera.

—¿Y no te molesta que yo lo lea?

—Te lo pasé, ¿no?

—Por eso pregunto.

—Hazlo si quieres, no tengo problema —respondió y comenzó a escribir las tareas para entregármelas en una hoja suelta. Yo revisé el cuaderno pasando sus páginas, sin detenerme a leer. Tenía pocas entradas, el mismo formato que usa en el que yo tengo, la fecha al tope, sus pensamientos inmediatamente después. En una de ellas pude reconocer el nombre de Aleksey, también el de Nastya. Lo que quería decir que, en el nuevo diario, se dirige a nosotros por nombre y no con apodos o evitando mencionarnos.

Volví a dejarlo sobre la cama, sin leerlo, y giré en su dirección. Ella terminó de escribir las tareas y dobló la hoja en dos para entregármela. Cuando viró me encontró parada detrás suyo, esperándola; el cuaderno abandonado sobre el cobertor de color negro.

—Pensé que te entretendrías más con los desafortunados eventos de mi vida —rió con ligereza.

—No quiero violar tu intimidad.

—Ya te dije que no lo haces.

¿Pero eso aplicaba solo para este diario o también para el que yo tenía en mi posesión?

—¿De verdad no te molesta que alguien lea tus pensamientos?

—No.

—No te creo —refuté.

—¿Por qué? Es un diario no una ficha criminal.

—¿No escribes nada personal allí? —cuestioné—. Algo como, no sé, tu primera vez o si fumas, qué fumas, si te escapas de casa, si te tatuaste —menciono varios temas que podrían ser considerados tabú por nuestros padres y que sé que ella ha hecho.

—¿A qué viene tanta pregunta? —cuestionó, aún divertida, pero con una clara interrogante por mi reacción.

—Es que se me hace muy extraño algo tan personal esté a disposición de todo el mundo y que no te importe.

Pensó su respuesta esta vez.

—Mi diario anterior tenía muchas cosas privadas en él. Un día decidí que no quería volver a leerlo, que lo mejor sería olvidar lo que escribí y lo tiré a la basura.

—No querías que nadie lo leyera.

—Más que eso fue que, al escribirlo, me planteé muchas preguntas sobre mi vida, sobre quién soy. Llegué a responderme lo más importante, lo demás ya no importa.

—No te entiendo —objeté, ella me miró con curiosidad—. Me dijiste que te gusta recordar lo que viviste, ¿por qué no esa parte que suena tan importante?

Se sentó en la cama, se recostó de lado con suavidad, apoyó su brazo sobre el colchón, sosteniendo su cabeza, y dio unas palmadas para que me sentara con ella.

—¿Alguna vez has hecho algo de lo que te arrepientes? —me preguntó.

—Sí, ¿quién no?

—No me arrepiento de escribirlo, me arrepiento de buscar respuestas a preguntas que jamás debí hacerme —contestó con tranquilidad—. Hay muchas vivencias lindas en ese diario, pero la mayoría son cosas que prefiero olvidar. Sé quien soy ahora. Lo bueno lo pasé a otro cuaderno y al viejo lo dejé ir.

—La basura no es un lugar muy seguro, ¿sabes? Si querías que desapareciera debiste quemarlo.

—¿Crees que alguien lo tiene y lo está leyendo? —me preguntó, sin preocuparse. Su calma con el tema comenzaba a angustiarme.

—¿Y si es así?

—Dudo que pueda conectarlo conmigo, y si así fuera, no hay nada que yo pueda o quiera hacer al respecto —contestó, enderezándose para alcanzar su nuevo cuaderno con la mano y lo guardó en el cajón del velador—. Si alguien lo tiene, que lo disfrute.

Esa última acción me hizo dudar de cuán cómoda estaba con la idea de que alguien pudiera leerla. Deliberadamente lo estaba apartando de mí y colocándolo en un lugar al que yo no tenía acceso sin su permiso.

Sin embargo me dio luz verde con el anterior. Leerlo estaba bajo mi criterio, ella no lo evitaría. No rechazó la idea de que alguien lo tuviera en su poder o hasta que pudiera descubrir su identidad.
No veo como descabellada la idea de continuarlo. Tampoco creo que Lena lo acepte de buena manera si llega a enterarse, pero no tiene por qué hacerlo.

Ese diario tiene mucho de mí en lo poco que he leído y quiero saber cuánto más.


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