Capítulo 16: Mantente a mi lado

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—Mamá, iré a lo de Nastya. No sé a qué hora regrese.

—Ya son las nueve, ¿no sería mejor que te quedes la noche? No me gusta que manejes en la madrugada —me dijo desde el lavaplatos.
Doblaba el trapo de secar después de guardar la vajilla en el mueble—. La gente es muy irresponsable, más el fin de semana.

—No sé qué planes tenga. Te avisaré cuando llegue.

—¿Necesitas dinero? —me preguntó acercándose a su cartera. Sé lo ajustada que está de dinero y aún tenía veinte rublos de mi mesada. No hacía falta más.

Le agradecí sin aceptar su ofrecimiento y me acerqué a darle un beso que ella alargó con un corto abrazo. Mamá solía darme todo gusto; comida, ropa, libros, música. Salíamos a tomar helados con mi hermano los sábados. Últimamente la veo afligida, triste y me pregunto si llora cuando está sola, como yo.

Nastya estaba con Irina cuando llegué. No tenían planes, ningún padre del vecindario había llegado con su ejército de engendros. Me recibió con una sonrisa, como siempre, con un brillo en los ojos que no sé como logra fingir. Sé que está mal, ahora lo sé.

No tenía intención de incomodarlas, mi estadía no sería muy larga. Quería saber cómo estaba mi amiga, darle el tiempo que le había negado y volver a casa. Me sentía culpable de imponerme en su espacio. Sin embargo Irina pronto se dio cuenta de que el tono de mi visita exigía privacidad y se excusó diciendo que saldría a dar una vuelta. Dijo que su vecino, le había regalado entradas para una exposición y fue al centro comercial un rato. Nastya la dejó ir sabiendo que mentía y me guió hasta el sofá.

—Hay algo que quiero contarte, a ti antes que... Bueno, Irina lo sabe, pero porque me escuchó hablar con mamá por teléfono.

—¿Pasó algo con Leonid? —le pregunté presintiendo lo peor.

—No —negó, agitando levemente la cabeza. Su voz temerosa, apagada—. Tiene que ver conmigo. Yo... estoy pensando en viajar a Rostov.

Rostov estaba lejos. No se refería a hoy o mañana y faltaba todavía para tener un feriado largo.

—Las vacaciones más próximas son las de acción de gracias, dentro de un mes.

—No, me refiero a... mudarme. Ya sabes, vivir allá.

No contesté. Me levanté con la excusa de que necesitaba algo de beber. Sin pedírselo saqué un vaso del aparador y lo llené abriendo el grifo del lavaplatos.

No negaré que mi mundo se reduciría a la nada si Nastya se va, o que me asusta la idea de que esté tan cerca de su hermano.

Mientras me terminaba el agua pensaba que su decisión era resultado de mi abandono, que algo debía hacer para cambiar su opinión y luego recordé que, legalmente, no podría vivir cerca de Leonid, a menos que eso también haya cambiado en mi ausencia de su vida. Volví a sentarme a su lado, ella paciente me esperó.

—¿Dijo algo el juez? ¿El doctor?

—No todavía, es algo que he estado pensando con papá y mamá.

—Nastya, Leonid...

—Vive en un hospital —me interrumpió, justificándose—. Yo estaría a más de 150 kilómetros de distancia. No violaría la sentencia.

Estaba en lo correcto, el juez dijo 50 kilómetros como mínimo entre ambos y el psiquiátrico quedaba a las afueras de la ciudad, ella misma me lo contó. Aún así, mi miedo por la seguridad de mi amiga se dejó ver.
Nastya, leyó mis gestos y me tomó de la mano, frunció los labios tan afligida que me conmovió.

—Extraño a mi familia —pronunció, iniciando un sollozo que aumentaba de intensidad con cada palabra—. Me levanto y me quedo en la cama diez minutos más, esperando que mamá venga y me diga: «levántate vagoneta», oler el tocino que papá está preparando en la cocina, abrazarlos antes de salir... —La voz se le cortó con lo último y de mis ojos cayeron unas lágrimas que ni noté que se habían acumulado—. Irina es genial, tú lo eres más, pero...

—Es tu familia.

—Quiero ser su pequeña otra vez, que cuiden de mí.

Sé lo que Nastya siente. Extraño a mi hermano Mikhaíl, más cuando el silencio del apartamento por las tardes hace más palpable su ausencia; ver a mamá feliz; sentirme tranquila como una niña. La entiendo, de verdad que sí, pero...

—Me preocupa Leonid. Aunque esté internado en el hospital, me preocupa —le aclaré antes de que pudiera repetirme que no tendría contacto directo con él.

—Es mi hermano, Yulia.

—El mismo que se levantó sonámbulo y te apuntó con un arma cargada mientras dormías.

—Su psicosis no es su culpa, está en tratamiento y, donde mis papás viven, yo no estaría en peligro —me aseguró. La verdad es que no me estaba pidiendo permiso, me informaba de una decisión que había tomado y la posibilidad de la misma.

—¿Estás segura?... Olvídalo, qué pregunta tan estúpida, por supuesto que lo estás.

Me sonrió al verme enojada y se acercó a darme un abrazo. Mi segundo del día. Lo recibí como el primero, manteniéndolo por cinco interminables segundos.

—Ya, Nastya... ya, ya... ¡Ya!

Soltó una risita al separarse y me aseguró que todo estaría bien. Nos escribiríamos seguido y hablaríamos todo el tiempo. Perderla me dolerá, pero se notaba la paz que sentía con la idea. Le iluminaba el rostro.

—¿Tienes hambre? Podemos hacer pizza. Tenemos la masa congelada, tomate, queso y albahaca —dijo dando un salto en camino a la heladera. Le marqué a mamá para decirle que llegaría tarde, la comida nos tomaría por lo menos una hora en preparar y todavía quería disculparme por mi actitud ese último tiempo. Cuando me contestó escuché a Román en el fondo, le gritaba al televisor, era noche de futbol.

—¿Seguro no te puedes quedar? —preguntó mamá.

—No, ¿por qué está Román ahí? ¿No hay televisión en el motel? —No terminaba de quejarme cuando mi amiga me quitó el celular y le dijo a mamá que me quedaría la noche, que disfrute la suya y cortó la llamada.

—No tienes nada que agradecer —dijo volviendo a la mesa de preparación.

—Gracias igual, odio a Román.

—Lo sé —me respondió, su ánimo al extremo opuesto de hace unos minutos.

Me acerqué y tomé un cuchillo, corté un pedazo de queso, coloqué sobre un plato el rallador y comencé a deslizarlo sobre sus agujeros.

—Aleksey y yo terminamos —mencioné casualmente. A mis palabras las siguió el silencio. No hubo un llanto triste, un ¿por qué? angustiado, un lo siento. Me sorprendió.

—Estarás mejor así. —Fue lo único que dijo al respecto.

—He sido tan egoísta, ¿sabes?

—¿Según quién? ¿Alyósha?

—No se equivoca.

—Él no entiende, nunca ha perdido nada.

—Sigue teniendo razón.

—¿Por qué? —insistió—. ¿Porque quiere tu atención?

—Es lo justo.

—No, él no tiene por qué ser el centro del universo, Yulia.

—Yo tampoco —le contesté, ensimismada en subir y bajar de forma mecánica el pedazo de mozzarella que tenía en la mano—. He descuidado mucho a mis amigos, a ti.

—Te equivocas —rebatió segura, su tono firme y convincente—. Tienes razones para querer tu espacio. Tú eres el centro de tu universo, yo del mío, él debe ser el centro del suyo.

—Pero eso es egoísta. Aleksey sigue teniendo razón.

—¡No! —dijo, esta vez abandonando de golpe lo que estaba haciendo, obligándome a darle toda mi atención—. Es como mamá suele decirme: «Las acciones hacia los demás son reflejo de como te sientes por dentro». ¿Cómo puedes darle atención a tus amigos cuando tu realidad te la quita toda?

—Por eso mismo...

—¡No me estás entendiendo, aj! —Se quejó, virándome los ojos—. ¿Tienes cien rublos?

—¿Qué? —No entendí a que venía su comentario.

—¿Los tienes?

—No, Nastya. Tú sabes que...

—Bien, si no los tienes, ¿cómo esperas dármelos?

Inhalé con un pesar inmenso, exhalando de igual manera. Comprendí.

—Mira, Yulia. Uno no puede dar lo que no tiene, así lo desee con todo el corazón —me explicó, regresando la tarea de rebanar el tomate—.
Aleksey puede querer que lo hagas feliz, que lo hagas sentir importante. No se da cuenta de cuanto daño te hace —opinó sin pena—. Debería apoyarte, ser paciente, pero él no sabe lo que se siente perder.

—Aleksey podría perder su carrera si no entra al Teatro de Arte en Moscú, perdería su futuro como actor, de hecho.

—No es lo mismo. Sí no entra será porque él no lo logró, porque no hizo su mejor esfuerzo o porque no es lo suficientemente bueno —argumentó—. Tú y yo sabemos lo que es perder de verdad, sin merecerlo, sin culpa, por decisiones de otros o cosas que no podemos controlar.

Y si quieres una conversación profunda y necesaria, alguien que con cariño te dé la cachetada que necesitabas, pon a Nastya a preparar pizza.
La miré por unos segundos, ella seguía rebanando el tomate como si cada rodaja fuese una obra de arte.

—Te quiero, Nastya —le dije, ella rió.

—Debí dejar que el vecino instale las cámaras de seguridad dentro de la casa, así tendría tus palabras grabadas para que el resto de la humanidad sepa que no eres una amargada mandona.

—¿Qué dijiste, perdón? —le pregunto en broma, manteniendo mi ceño inmutable. Por dentro río con ella, la quiero de verdad, me da felicidad, aunque por el momento, ella misma, no sea tan feliz. Es suficiente para mí.

—Te voy a extrañar.


...

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