Capítulo 59: Soledad

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Estar en presencia de un difunto es... horrible. Pero nada se compara con lo que se siente percibir el olor de un cuerpo que ya no tiene vida, ver a esa persona que amaste ser únicamente carne y hueso, ser piel cortada, sangre seca, su cabello lleno de lodo. Una sola vista te hace querer vomitar y, lo peor, es saber que eso es lo menos que su recuerdo se merece.

Tantos hombres adultos y rudos a mi alrededor intentaban taparse sus fosas nasales o virar la cabeza para evitar aspirar. Yo mantuve la respiración profunda, y no porque aguantaba el hedor, si no porque es Marina, y hacerle el quite sería un insulto. Ese momento no dependía de ella o la habitación entera olería a ese perfume cítrico frutal que le quedaba tan bien. Si tenía que aguantarme, me aguantaría el tiempo que fuera.

Me acerqué a darle un beso. Sí, suena asqueroso, mas hice mi esfuerzo por recordarla viva.

Estaba helada, su piel ya no emitía ese tibio y rosa brillo, era más de un color grisáceo que entumeció mis labios.

—Te amo —le susurré sin mentir. Tal vez no estaba enamorada de ella, pero la amaba como quizá no pueda amar Yulia en mi vida—. Lo siento.

Mis lágrimas no demoraron en hacerse presentes. Las quejas de todos los presentes intentando limpiar sus anudadas gargantas se hizo evidente y, mi padre, se acercó para decirme que era tiempo de dejarla ir.

Sentí una gota de compasión cuando puso su mano sobre mi hombro, esa misma mano con la que me descolocó la mandíbula horas antes, esa misma que le quitó la vida a mi chica.

El juego de la hipocresía mezclada con lo que quizá es la verdad más grande en una familia que se odia. Hay momentos en los cuales, la biología, el instinto de supervivencia o la conexión de los mutuos genes, colapsa en simpatía. Un extraño momento que se llena de «familiaridad».

Esa hubiese sido la acción más natural de Sergey Katin, mi papá; ese mismo gesto de piedad.

—¿Puedo pedirte un favor? —le pregunté, casi suplicándole. Él no daría su brazo a torcer tanto en una noche, pero debía intentarlo—. ¿Puedes darme una cruz?

—¿Cruz? ¿Te refieres a un... dije de cruz?

—Quisiera ponérsela en el cuello.

—No, absolutamente no.

—Por favor, Marina... ella... era muy católica —argumenté una gran falsedad. Marina era judía y no practicante.

—No, podrían regresar rastros nuestros, pistas a la policía. Negado.

—Supongo que hay bastantes huellas «suyas» en su cuerpo ya —lo reprendí de mala manera. ¿Me estaba jodiendo? Después de todo lo que le hizo—. La limpiaremos de huellas, si quieres irán con las mías para que piensen que yo la maté.

—¡No!

—¡¿No hiciste suficiente desgraciándola y quitándole la vida?! ¡¿Ni siquiera dejarás que Dios esté con ella hasta llegar a su familia?!

Sí, yo hablando de la divinidad de un ente en el cual no creo. ¡Yo, apelando por la protección de un símbolo inútil!

... Tenía una razón.

—En todo el tiempo que te vigilé no fuiste a la iglesia una sola vez.

—Eso no quiere decir que no crea, que no le sea fiel a Jesús y su padre en el cielo.

—No te creo.

—¿Piensas que me tatuaría una cruz si no fuese creyente? —le pregunté alzando mi camiseta, sabiendo que mi única forma de emitir un mensaje a mi familia y a Yulia. Por absurdo que fuera, ese símbolo colocado estratégicamente en ella y el significado de mi tatuaje, gritaban mi nombre. Además, era la última oportunidad de convencer a Erich.

Lo quedó viendo fijamente, pero no hay secretos en esa figura. Es, para quien no conoce su razón real, una cruz, la representación de todo seguidor de Cristo.

—Lamentablemente, no tengo el dije de una cruz —me respondió quitándome la mirada y me jaló fuerte del brazo para separarme del cuerpo e iniciar a cerrar esa bolsa negra.

—Yo tengo una —se apresuró Alex ayudándome. Se la sacó con suavidad del cuello y se acercó para entregársela en las manos. Erich lo quedó mirando, dudando al tomarla. Regresó a verme y, después de pensarlo, asintió.

—Límpiala y colócala con las mangas de tu buzo. No quiero ninguna conexión contigo o nosotros.

En ese punto, necesitaba ser cuidadosa, procurar que nadie lo que estaba por hacer. Fue más fácil de lo que imaginé. Al hacer la bolsa a un lado y pasar mi mano por debajo de su cabeza, un cúmulo de olor se desprendió de su cuerpo y, todos, hasta el rudo de mi padre se hicieron para atrás. Aproveché para clavar la punta de la cruz sobre las heridas de mis muñecas, cuando la coloqué sobre su pecho casi toda la parte inferior estaba llena de mi ADN.

Curiosa forma de enviar un mensaje. «Estoy viva, estoy con él, Erich la mató, vengan por mí. Tengo miedo de que repita esto. Ayuda».

—¡Cierren la bolsa y vámonos! —dijo comenzando a hastiarse. Yo cubrí su rostro con la bolsa antes de hacerme a un lado, ocultando el objeto. Ellos no se molestaron en revisarla. Con una cinta adhesiva aseguraron el plástico y, entre dos personas, la pusieron de mala manera en una camioneta.

La idea de que la última vez que compartiríamos un lugar juntas sería así, me derrumbó, y caminé a la casa principal llorando a empujones.

—Listo, tuviste lo que querías. Tus hermanos ya están en la alcoba que compartirán desde hoy en adelante —me dijo Erich al filo de la escalera. Alcé a ver al piso superior y dos guardias resguardaban una puerta en particular. Esa era—. Aquí empieza tu parte. Cuéntale a Katya lo que necesite saber de la vieja. Desde mañana estarás bajo mis órdenes.

Respirando hondo, ahora un aire liviano y fresco, comencé a subir. Abrí la puerta y los encontré allí, dando vueltas en círculos esperando por mí.

—Dime que no vendiste tu trasero por un colchón y un baño con agua caliente. —Mi hermana infirió, sin realmente preguntar. Lo dio por hecho.

—¿Por qué tienes que ser tan desagradable, Katya? El tipo es mi padre biológico —le respondí con más asco del que acababa de tener minutos antes—. No, no vendí mi trasero. Puedes estar tranquila.

—Ajá, esto no costó nada. Una habitación con una ducha más grande de la que tenemos en casa y con sábanas... —se interrumpió mientras se acercaba a la cama y olfateaba la almohada—, limpias.

—Katya tiene razón, Lena. Este tipo te metió tremendo golpe en frente nuestro y ya tenías el cachete inflamado para entonces. No haría esto de gratis —añadió Iván.

—No hicimos nada más que hablar.

—¿De qué? —insistió él.

Me di vuelta, procesando los acontecimientos de los últimos días antes de sentarme para quitarme los zapatos y los pantalones. Estaba muerta, me dolía todo, mi cuello, mis caderas, mis nalgas, todo. Y de verdad necesitaba agua caliente limpiando toda esa angustia y desesperanza que tenía adentro.

—¿Hablaron de mi mamá?

—Hablamos de muchas cosas, Iván.

—Y de ella... ¿no? —me preguntó con curiosidad.

Entiendo su desazón. Debe tener muchas preguntas sobre quién fue esa mujer, sentir que él tenía el derecho de saber más de ella que yo. Después de todo, ella siempre fue su madre, para mí es una novedad hace menos de seis meses.

—Sí, lo hicimos... y hablaremos de lo que quieran, pero necesito un baño y... hablaremos después.

Me metí en el baño que por suerte pude cerrar con seguro. Así llevo cuarenta minutos. Atontada por el vapor que me rodea. Las paredes sudan, mi piel ya no tiene un milímetro de lodo, mi cabello filtra agua cristalina al piso de la ducha, mis heridas ya no arden con el contacto del calor. Pero ese pesar no se va, no se me quita el olor putrefacto de su cuerpo, no se me va el entumecimiento de los labios.

La muerte se quedó conmigo y me siento totalmente sola.

... y nadie pudo salvarte.

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