22. Yo siempre he estado sola

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—Esta no es mi casa —gruño cuando detiene el auto en frente de una gasolinera. Nuestro trayecto ha sido silencioso desde que me montó al auto a las malas. Literalmente me cargó, esquivó mis patadas y mis puños y me metió al auto ignorando todas mis protestas, al menos me desahogué y le dije un cargado arsenal de insultos.

—Compraré agua, quédate aquí —tuerzo los ojos cuando su voz mandona perfora mis oídos, le lanzo una mirada de odio y estoy dispuesta a pelear cuando comienza a hablar de nuevo con su seriedad y mal genio habitual—. No te estoy preguntando, te quedarás aquí y tomarás todo lo que te dé, no pienso llevarte como una loca a tu casa, ni siquiera eres consciente de lo que haces.

—Si estoy consciente —le respondo.

— Quédate aquí Amanda —ordena antes de bajarse del auto.

Gruño nuevamente y tengo ganas de desobedecer, pero me siento muy agotada para hacerlo. Me pongo a masajear mi cabeza con lentitud e intento procesar todo en mi cabeza; me estaba comportando de una manera libre y desinhibida con él, estaba disfrutando hasta que sonó su maldito celular. Generalmente mi actitud es así cuando bebo.

Sí, tenemos un contrato que todavía no hemos firmado, pero cada minuto que pasa siento que mi atracción por él aumenta hasta el punto de no poder disimularla y odio ser así, prefiero mantenerlo todo en control, por ese motivo no volveré a beber estando con él, no puedo permitirme decir y actuar como si fuéramos dos niñatos. No con él.

La puerta del auto se abre y Damián se sienta, me pone una bolsa en las piernas y empieza a conducir silenciosamente, ni siquiera lo miro; abro la bolsa y encuentro dos botellas de agua, abro la primera y me la llevo a los labios, bebo y bebo, me doy cuenta de que tenía demasiada sed.

El celular de Damián vuelve a sonar y lo vuelve a ignorar, es la quinta vez que mi padre lo llama, ¿No ha entendido que vamos en camino? Estoy segura que nada de este teátrico de padre preocupado es por mí, nunca le he importado hasta ese punto, es más, una vez desaparecí por una semana mientras él se encontraba en casa y no recibí ni un mensaje por mucho que lo esperé, así que el verdadero motivo de su preocupación es mi perfecto hermanastro.

—Tu padre es un fastidio —gruñe concentrado en la carretera.

—Lo sé —respondo agotada—. Debe ser porque andas conmigo, está preocupado por ti —Damián me responde con una carcajada falsa y hago mala cara—. ¿Que?

—Tengo 22 años Amanda ¿Crees que nunca he ido a una puñetera fiesta hasta el amanecer? —me quedo pensando en sus palabras. No, la verdad no creo, este pijo de mami y papi parece del tipo que se queda estudiando toda la noche en vez de divertirse—. Simplemente ya quemé esa etapa, emborracharme y dormir con la primera que se me lanzara ya me aburrió, nunca me gustaron las fiestas, pero asistía, nunca me ha gustado tener amistades falsas, pero las tengo, nos parecemos en muchas cosas, solo que no te das cuenta porque estas cegada por las apariencias, lo cual por cierto me parece extraño viniendo de alguien como tú. Piensas que soy un santo.

—No, jamás pensé eso, estás equivocado —miento.

—Pero... jamás, ni en mis peores momentos he bebido como tú... —el cambio de tema me pone a temblar—. ¿No has pensado en tratarte...? —su voz se torna cautelosa. Dejo la botella de agua vacía a un lado y lo miro por un largo tiempo hasta comprender el significado de sus palabras.

— ¡¿Qué?! —chillo indignada, tengo ganas de coger la botella de agua restante y estampársela en la cara—. ¿Crees que no puedo controlarme? ¿Qué soy una maldita alcohólica como lo era mi padre? ¡Respeta...! —el auto se detiene de repente impulsándome hacia adelante con brusquedad, gracias al cielo tengo el cinturón.

Las reglas del deseo | 1.0Donde viven las historias. Descúbrelo ahora