Capítulo IV

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Los primeros meses dentro de la escuela de enfermería habían pasado de una manera demasiado lenta y aburrida para Erin, quien estaba deseosa de tener acción, de poder atender a su primer paciente, pero antes de eso, debía estudiar y de estudiar bastante.

Los libros que resposaban en su mesa de noche le daban una idea de qué ser enfermera, no era algo fácil, quemarse las pestañas noche tras noche leyendo libros sin detenerse, le habían dejado en claro, que la tarea que tenía encima, no debía de ser tomada como un juego, pero sin embargo, a pesar de todo lo que debía estudiar y aprender, estaba feliz y orgullosa de la decisión que había tomado.

La escuela de enfermeras se encontraba a las afueras de la ciudad de Londres a unos veinte kilómetros al sur, no había nada más que vegetación, la cual camuflageaba el lugar. Ella misma en una de sus cartas la cual le había enviado a sus padres describía el lugar como un auténtico edén, nada que ver con el estruendo que conllevaba vivir en una ciudad vertiginosa como lo era Londres, no había ningún otro ruido más que el cantar de las aves y eso para ella, era como estar en el cielo. No se había percadato de cuanto le gustaba el silencio hasta que llegó a la academia de enfermeras británicas.

Se trataba de un edificio imponente, de colores grises, los uniforme de las enfermeras y aspirantes resaltaba el color de la infraestructura, un uniforme blanco que constaba de una falta y una camisa, los vestidos habían quedado atrás para las recién llegadas y Erin se percató de que había empacado cosas que al día de hoy, ni siquiera utilizaba. Mientras que las chicas que ya se habían graduado tenían en su cabeza un gorro que indicaba su posición y quienes además, también ayudaban a las nuevas aspirantes en su labor de aprendizaje.

Ese era el caso de la compañera de cuarto de Erin, se trataba de una muchacha unos cuantos años mayor que ella, de estatura baja y de muy mal carácter. Adelaide Jhonson no era la clase de chica que se podría imaginar que sería enfermera, era bastante ruda, su voz la hacía notar en cualquier lugar, a pesar de su baja estatura, podía intimidarte y hacerte sentir incomoda, con sólo una mirada. Para ella, todo lo que hacía Erin estaba mal, desde el corte de una simple gasa para fabricar un parche, hasta la postura de como su mano sostenía una jeringa. Sus compañeras le decían que no fuera tan exigente con la pobre recién llegada, pero ella contestaba lo siguiente:

“—No estamos de vacaciones, nuestro deber es salvar vidas ¿como piensa hacerlo si ni siquiera sabe cortar de forma correcta una gasa?”

No era de esperarse que con la actitud que Adelaide mantenía fuera difícil que tuviese amigas, es más, se podría considerar como una chic bastante solitaria, que pasaba sus ratos libres caminando por los alrededores del establecimiento, como si estuviese buscando algo, o pensando en alguien.

No era un secreto que Erin había intentado acercarse a su mentora, intentar establecer una amistad o quizás un trato más cordial, pero nada de aquello había funcionado, hasta el momento.

—Te buscan en la entrada. — dijo la pelinegra entrando a la habitación que ambas compartían.

Erin alzó la mirada ¿quién podría estarla buscado?

—¿Te dijo su nombre? — preguntó.

La chica negó. — no es mi asunto,  ve que quiere, aquí no se reciben visitas.

La muchacha suspiró por la forma tan cordial y amable que tenía su compañera a la hora de responder y cerró el libro que estaba leyendo, se puso de pie y salió de la habitación, se dirigió rápidamente a la entrada y la impresión de observar el personaje que estaba viendo delante de ella, no pasó por desapercibido.

Varias muchachas murmuraban y veían a Archibald Williams con ojos curiosos, la mayoría de estas, eran jóvenes de la misma edad de Erin o un poco menores, lo cual no era de extrañar la reacción de las féminas que se encontraban gratamente sorprendidas por la presencia de un muchacho.

La chica se acercó a donde se encontraba Archie y lo miró seriamente.

—¿Qué haces aquí? — preguntó, con claros signos de enojo.

—No tuve tiempo de despedirme. — murmuró rascando nerviosamente su nuca. — y quería decirte que si tomaste está decisión para no casarte conmigo, te equivocaste. No era necesario abandonar a tus padres ni tus responsabilidades.

Erin sintió palidecer por unos instantes, su cerebro dejó de funcionar por unos segundo y luego, la confusión fue reemplazada por una clara indignación y enojo.

—¿Quién te crees que eres? — murmuró. — No eres nadie para opinar de las decisiones que tomó en mi vida y si te sirve de consuelo, no todo en esta vida gira en torno a ti Archibald.

El chico sintió como lo más precioso que tenía, se caía a pezados y se trataba de su ego.

—Eres una egoísta Erin, tus padres están sufriendo por tu culpa. — comentó.

La chica se sintió mal por unos instantes, pero el enojo volvió en cuestión de segundos.

—¿Quieres hacerme sentir culpable verdad? — dijo cruzandose de brazos. — eres despreciable Archibald, primero quieres casarte conmigo sin siquiera preguntarme primero, luego intentas encontrar la manera de que acepte tal compromiso incluyendo a mis padres en el asunto ¡y como si fuera poco! Vienes acá a reprochar mis decisiones.

La chica tomó aire y continuó hablando.

” ¡Jamás me casaría con alguien como tú y lo sabias desde el primer momento! ¡No vengas para acá a hacerme sentir culpable por las decisiones que tomó! ¡Es mi vida Archibald, no la tuya! — Erin respiro hondo, su rostro estaba pintado con tonos rojizos, que delataban lo molesta que estaba.

Archibald guardo silencio y luego de unos segundos que parecieron eternidades habló, Erin se había quedado ahí, dispuesta a discutir lo que fuese necesario para dejarle claro al chico, que algo entre ambos, era imposible.

—Te traje ésto. — de su bolsillo sacó un pequeño obsequio envuelto en papel, la chica lo miró y se cruzó de brazos.

—No lo quiero. — dijo decidida. — ¿podrías irte? — pidió. — no se aceptan visitas.

Archibald se sorprendió, pero se marcho sin decir ni una sola palabra.

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