Capítulo XVI

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Las estaciones iban cambiando conforme el tiempo avanzaba, la guerra seguía su curso, para bien o para mal, para la victoria de unos y para la victoria de otros, las noticias buenas eran escasas, los tragos amargos duraderos, las penas y los sueños rotos parecían ser eternos, la melancolía y la soledad eran los únicos fieles acompañantes en medio del desastre.

Erin se encontraba en su puesto de trabajo, asistiendo en plena sala de cirugías, el desdichado soldado había sido impactado por una bala y el cirugano en turno intentaba salvarle la vida, dando por perdido el ojo izquierdo de su paciente. Las gasas salían empapadas de sangre, mientras otra enfermera intentaba secar las gotas de sudor que bajaban por la frente del doctor, estaban en cirugía desde hace más de tres horas y nadie, incluyendo al doctor, podrían tener la certeza de salvar al pobre hombre.

La joven intentaba concentrarse en su trabajo, pero la escena terrorífica, la luz tenue y el calor, no le ayudaban. Miraba de vez en cuando al soldado tendido en la cama, no sabía nada de aquel hombre, pero en esos momentos, se encontraba rezando por su alma y su vida.

Dos horas más transcurrieron y cuando el cirugano estaba a punto de hacer una mueca, señal de rendición, miró al joven nuevamente y comenzó a trabajar como lo venía haciendo desde hace un largo rato, media hora y habían terminado, completamente agotadas, las enfermeras recogieron y acomodaron la sala para dejarla lista y operativa para sus compañeras que seguramente no tardarían en entrar a cirugía con otro doctor a cargo.

Pero, su turno no había terminado, todavía tenía que visitar a sus pacientes en recuperación, ni siquiera tuvo el tiempo suficiente para tomar aliento, camino a la sala y espero unos segundos, para digerir lo que acababa de vivir y descansar sus pies por unos escasos instantes. Sonrió con pesadez, por el cancancio, pero con sinceridad, aquellos pacientes eran su razón de levantarse día a día.

Los jóvenes observaron su llegada, no era un secreto entre ellos, que la visita de la enfermera Erin Smith era lo que habían estado esperando desde su última guardia. Ella saludó a todos como si los conociera de toda su vida e indicó el procedimiento, mismo que repetía cada vez que le tocaba guardia.

—Buenas tardes muchachos, ya saben como es ésto, pasaré por cada uno, así que estén listos caballeros.

La energia jovial de la jovencita contagiaba de buena vibra las tristes almas de los soldados, que si no fuera por las palabras de aliento de Erin, quisas estarían sumergidos en la peor de las tristezas, algunos de ellos no llegaban a los veintinueve años, a unos les faltaba una extremidad y en casos extremos, ambas piernas o brazos estaban mutilados.

Habían pasado de ser los héroes de la nación a ser discapacitados, o eso era lo que ellos pensaban, algunos necesitaban ayuda para comer o hasta para ir al baño, sus juventud había sido arrancada y la melancolía de lo que una vez habían sido, hombres fuertes, capaces de enfrentarse sin miedo a un rival incapable, ahora mismo, no eran capaces de cuidarse a sí mismos.

Erin odiaba la forma en la que algunas enfermeras trataban a los pacientes, los ojos condescendientes y llenos de lástima ajena, era lo último que esos pobres hombres necesitaban.

—¿Cómo te encuentras David? —  preguntó la joven sentándose al borde de la cama.

—Oh Erin, tú presencia hace que mis dolencias no me perturben tanto. — confeso el mal herido.

—Me alegra escuchar eso. — respondió con sinceridad acompañando su respuesta con una sonrisa. — Si sigues mejorando, pronto podrás encontrarte con tu hija y tu esposa.

El joven paciente que escasamente llegaba a los veintiocho años, había perdido ambas de sus piernas por culpa de una mina que estaba en medio del camino, colocada con mucho propósito por el enemigo. David era un hombre gracioso, judío de nacimiento y con la profesión de carpintero, vivía al sur de Inglaterra y tenía su propio taller en el garaje de su hogar, donde vivía con su esposa e hija. Eso era lo que le había contado a Erin o como la llamaban en el hospital "la enfermera estrella"

Los soldados que estaban en esas camas, ya no eran desconocidos para ella y aunque fuese extraño, Erin los consideraba como su familia, por eso tanto empeño en sus cuidados y tanta devoción en sus oraciones. Conocía aspectos de esos hombres que nadie más sabía, ellos la habían acogido como a una hermana y ella los miraba, como si fuesen los hermanos y primos que nunca tuvo.

Al terminar de pasar lista, se despidió, la hora del descanso había comenzado y necesitaba dormir, emprendió el camino rápidamente a su habitación y por los pasillos, se tropezó con Adelaide, quien iba a comenzar su turno.

—Te han dejado una carta. — murmuró acomodando su tocado. — sinceramente, eres la muchacha que más cartas recibes, debe ser todo un galán.

Las mejillas de la pelinegra se tornaron de un color rosado y sonrío.

—Vas tarde. — murmuró, intentando que su compañera olvidará molestarla con el asunto de su compañero de cartas.

—Lo que digas. — Adelaide se encogió de hombros, con una mirada y sonrisa cómplice.

Ella entró a la habitación, donde en el pequeño escritorio descansaba una carta, directo de Londres. No pudo esperar a darse una ducha y ponerse la pijama para abrir la carta y leerla con entusiasmo.

Mi amada Erin.

El mundo se mueve tan rápidamente, yo me siento entascado como una piedra, inmóvil sin poder reaccionar a los cambios de la vida, los días aqui en Londres resultan aburridos sin tu presencia, ni tu compañía. Hablo con la oscuridad como si ella también fuera mi amiga, no podría quejarme, ese sentimiento de soledad es tan familiar para mi, esperando una señal en medio de la noche, esperando que la oscuridad se convierta en luz.

No tengo muchas noticias que contarte, de alguna manera, tu vida y la mía han sido parecidas, nací para complacer los deseos de mi padre, esperando que yo asuma todas las responsabilidades del negocio familiar ¿quieres saber lo que yo pienso? No me interesa en lo más mínimo, he tenido varios intentos de tomar mi auto y huir, desvanecerme por donde se oculta el sol y despertarme algún día sin la presión en mi pecho de ser todo lo que los demás desean que sea.

Eres la única persona en el mundo que conoce mi más profundos y secretos anhelos, pero a diferencia tuya, no soy capaz de hacer lo que fantaseo, todos esos sueños, de buscar la libertad, de encontrar el principio y el fin del arcoiris, sólo quedan en mi memoria y escrito en estas hojas.

Quisiera tener la fuerza mental de tomar las riendas de mi vida, justo como tu lo hiciste, pero siempre me detengo, me reprimo cada vez que esas ideas sondean mi mente. Lo único que me mantiene aquí, viviendo una vida tan efímera como la mía, es la promesa de tu regreso, el recuerdo de tus labios sobre los míos, la imagen mental de tu sonrisa que todavía permanece nítida en mi cabeza, la sencillez que adorna tu corazón y la bondad que irradia tu alma. Sería muy estúpido si me perdiera de todo aquello. Confieso que he fantaseando contigo, de todas las maneras humanamente posibles. Una vida a tu lado, sería el premio mayor para cualquer hombre y estoy dispuesto a batallar por tu amor.

Las luces nocturnas de la ciudad ya no tienen el mismo color de antes, las personas parecen cansadas y agotadas, yo no soy la excepción, pero una llama mantiene viva la luz dentro de mi, una esperanza que jamás podría estingurse y esa eres tú Erin. Tu eres esa luz, esa llama, esa esperanza.

Mi niña de porcelana fina, dulce retoño de la primavera, espero tener noticias tuyas pronto.

Siempre tuyo, James Buckley.

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