Capítulo XXVI

393 42 13
                                    

Si algo habían aprendido las enfermeras militares eran que: no había descanso. Toda su vida se trataba del trabajo, trabajo y más trabajo, la profesión les exigía tanto que sentían como si tuvieran agua hasta el cuello, muchas de ellas se sentían agobiadas y no era para menos, al final de cada turno, cuando se quitaban sus zapatos y lograban deshacerse de que uniforme, se podía observar las ampollas en sus pies, que lograban causar incomodidad y dolor en algunos casos. No era nada extraño que algunas de ellas estuvieran cansadas y frustradas por toda la labor que tenían que realizar, incluso Erin de sentía así de vez en cuando. Bajones emocionales que habían pensar que tanto sacrificios y tiempo, quizás no valía para nada, pero luego, se topaba cara a cara con los heridos, con sus pacientes que sonreían al verla, o escucharla. Aquellos hombres moribundos necesitaban algo de paz y tranquilidad, el cariño de una mujer que los hiciera sentir como en casa, que pudiera ser su amiga, hermana o hija. Alguien con quien hablar y sentirse más normal.

Eso era justo lo que estaba pasando en este momento, resultaba poco común que Erin hubiera sido asignada al turno diurno, pero aquel cambio de horario repentino, fue tomado con una sonrisa, iba de un lado a otro detrás de los doctores recientes, buscando gasas, revisando historiales y sirviendo de ayuda para todo lo que le tocaba, justo después del almuerzo ella y cuatro enfermeras más debían de darle duchas de esponja a los pacientes del pabellón B, los cuales eran sin duda los más, complicados de todos.

En el pabellón B, estaban los soldados malheridos, hombres que en su mayoría habían perdido la vista parcial o totalmente, que carecían de dos de sus cuatro extremidades y en algunos casos las cuatro de ellas, pacientes con quemaduras graves con daños importantes. Todos los heridos que presentaban un alto grado de complejidad y que debían ser atendidos con toda la paciencia del mundo. Y sumando a aquel reto, los hombres del pabellón B eran considerados los pacientes más irritantes de todo el hospital, los que decían groserías y maldicen, esos que no desean recuperarse y simplemente se desvanecen en la tristeza y quisieran en el fondo de su corazón, estar muertos.

No era nada sencillo tratar con ellos, pues su negativa a querer realizarse cualquer procedimiento, dificultaba su proceso de recuperación y ellos lo sabían, quizás por eso lo hacían, pero Erin no formaba parte del pequeño grupo de enfermeras que se quejaban y comenzaban a fruncir el ceño, regañando a los pacientes como si éstos fueran unos niños pequeños. Para ella, aquellos hombres fueron tan lastimados por la guerra, que era entendíble su indisposición, su tristeza y hasta podía llegar a comprender, las ganas de morir que los pacientes tenían. Ella estaba en la guerra, pero no como ellos, quienes estaban al frente de la línea, dando toda su alma y vida a una causa, que habían tenido que ver quizás cosas que jamás podrían olvidar y si de algo estaba segura, es que la vida de todos los que participaron directa o indirectamente en la guerra, serían años que jamás podrían olvidar.

Ella intentaba razonar con los pacientes, colocándose de su lado y brindando el apoyo que fuese necesario, sonreía e intentaba hacerse su amiga, casi siempre funcionaba y no era para menos que todos supieran que ella era la enfermera más querida por todos. Luego cayó la tarde dando casi por terminada su labor del día, se encontraba cenando cuando Adelaide llegó al comedor con una carta en sus manos, ella al contrario de Erin, estaba a punto de comenzar el turno nocturno.

—Ya llegaron. — la chica dejó caer la carta sobre la mesa y Erin se asombró.

—¿Es de James? — preguntó, dejando de lado su comida.

—¿Quién más podría ser? — murmuró Adelaide con una sonrisa.

Erin iba a tomar la carta, pero en un movimiento rápido, Adelaide quito la carta de la mesa, ella estaba sonriente, pero Erin frunció el ceño.

Detrás Del Uniforme Donde viven las historias. Descúbrelo ahora